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Opinión: “El verbo era la luz verdadera”

César Franco, obispo de Segovia, reflexiona en la presente carta pastoral sobre la Navidad, la luz como metáfora de Cristo que trae la verdad al hombre. La paradoja de Cristo, Luz del mundo, es que «la luz brilla en la tiniebla y la tiniebla no la recibió».

Las fiestas de Navidad pueden definirse como fiestas de la luz. Desde la claridad que inunda a los pastores, cuando el ángel les anuncia el nacimiento del Hijo de Dios, hasta la estrella que guía a los magos, la Navidad es la manifestación de la luz inefable de Dios que brilla en Jesucristo. Así como en el primer día de la creación, Dios dijo: «Exista la luz y la luz existió», así, al iniciarse la nueva creación con el nacimiento de Cristo, se afirma en el prólogo de Juan: «El Verbo era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre, viniendo al mundo».

La paradoja Cristo, Luz del mundo, es que «la luz brilla en la tiniebla y la tiniebla no la recibió». Esta afirmación es una clara referencia a aquellos que, perteneciendo a la casa de Cristo —el pueblo de  Israel— no acogieron a Cristo. Por eso, puntualiza el evangelista: «Vino a su casa y los suyos no lo recibieron». Naturalmente no sólo fueron ellos quienes lo rechazaron. Son muchos los hombres que, viviendo en tinieblas, han rechazado la luz. Y muchos también quienes lo han acogido recibiendo así la capacidad de ser hijos de Dios. Porque la luz está íntimamente unida a la vida; es su expresión externa, como afirma el prólogo de Juan: «La vida era la luz de los hombres». Jesús nos trae la Vida eterna y esta vida se manifiesta luminosamente.

La historia de la humanidad, a partir del pecado de Adán y Eva, ha quedado marcada por la oscuridad. Por eso, Isaías anuncia así la llegada del mesías: «El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaba en tiniebla y sombras de muerte, y una luz les brilló» (Is 9,1). Es evidente que las tinieblas a que alude el profeta no es otra cosa que la muerte que dominaba el mundo, fruto del pecado. La luz que brilla sobre la humanidad postrada en la oscuridad es la Vida misma de Dios manifestada en Cristo. Por eso, cuando san Mateo presenta el ministerio público de Jesús, lo hace citando estas palabras de Isaías para probar con la Escritura que la venida de Cristo, su predicación y llamada a la conversión es el cumplimiento de lo anunciado por el profeta. Cristo es la Vida que ha venido para arrancarnos, con su poderosa luz, de la oscuridad del pecado. Como afirma san Pablo: «Él nos ha sacado del dominio de las tinieblas, y nos ha trasladado al reino del Hijo de su Amor» (Col 1,3).

En este tiempo de Navidad, nuestras ciudades, calles y escaparates derrochan luz, luces de colores. Se pretenden así alegrarnos un poco la vida y romper la rutina diaria. Pero, por mucho que iluminemos artificialmente nuestras casa y ciudades, podemos vivir en oscuridad total si olvidamos el mensaje de la Navidad y no permitimos a Cristo que sea nuestra Luz. Para ellos debemos permitir que entre en nuestra morada interior con la luz de su verdad, ahuyente la oscuridad del pecado y convertirnos a nosotros mismos en parte de sí mismo, como dijo a sus discípulos: «Vosotros sois la luz del mundo». Cuando terminen estas fiestas, se apaguen las luces de colores, y volvamos a la rutina diaria, todo seguirá igual si nuestro corazón no ha sido iluminado por la luz de Cristo. Nos sucederá como a aquellos fariseos que no querían admitir la curación del ciego de nacimiento porque, si la admitían, suponía reconocer que Cristo era la luz del mundo. Jesús les acusa de estar ciegos, por no reconocer el milagro, y añade: «Para un juicio he venido yo a este mundo: para que los que no ven, vean, y los que ven, se queden ciegos» (Jn 9,38).

Como los magos de Oriente, dejemos que la estrella de Cristo nos guíe hacia él para postrarnos en adoración ante él dándole gracias porque ha disipado las tinieblas del pecado y nos ha conducido al reino de su luz.

Artículo de César Franco, obispo de Segovia.

Author: Opinion

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