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La confianza para detener un tren

*Un niño de unos ocho o nueve años espera al Cercanías con su padre en la estación de Atocha. Las historias para adultos se cuentan mejor desde la infancia, donde no valen las trampas; nada se hace pensando en el qué dirán o en cuántos likes se conseguirán en Instagram. Veo que el chaval está muy pendiente de la llegada del tren, que se demora, pero no dice nada. Tiene paciencia y no recurre al clásico «¿queda mucho?». Me deja con la duda, algo trama. Pienso en supuestos que van desde que empujará a su padre a la vía por no dejarle la videoconsola o simplemente que no se fía de que su progenitor, despistado con el móvil, se suba al tren correcto. Cada vez cala más la idea en la sociedad de que las respuestas correctas se hallan en los extremos, es la única manera de entender que la política hoy sea el barrizal que es con su correspondiente representación callejera.

A lo lejos por fin se ve el tren y el niño se coloca en posición: estira los brazos hacia adelante, abre bien la palma de las manos, entrecierra los ojos y concentra su fuerza en detener a ese gigante: a priori el combate se prevé desigual. Pero su cara me alerta de que puede conseguirlo, aprieta los dientes y antes de llegar a su posición, el tren se va parando poco a poco, derrotado por una vez no por Óscar Puente sino por la confianza del chico, que se ha propuesto subir a toda costa y llegar puntual. Las puertas se abren, bajan unos pasajeros y suben otros, entre ellos el protagonista de esta historia y su padre, que ha guardado el teléfono en el bolsillo y nunca llegará a saber que hará ese viaje porque su hijo, que se ha sentado para recuperar la energía, ha detenido el tren con sus superpoderes. El adulto, al igual que los demás pasajeros, optarán por la opción más racional, que es la más cómoda porque no nos obliga a pensar más allá de lo que vemos, que es creer que el tren ha cumplido su ruta y le tocaba cubrir esa parada.

*Asisto a la celebración de los 25 años desde que mi promoción salió del colegio rumbo a no sabíamos dónde en aquel 2000. Nos reunimos 40 compañeros/as, muchos no habían vuelto a coincidir desde entonces. Hay una parte de nosotros, de usted también, querido lector, que se sustenta en lo que vivimos en el colegio/instituto, y eso ya no se modifica, queda estático y es un recurso al que acudir cuando en el presente las cosas no van del todo bien. La única norma es saber el camino de regreso.

Tras los primeros cinco minutos, que sirven a los compañeros para resituarse, apoyados en los clásicos «estás igual», «¿a qué te dedicas?» o «¿tienes hijos?, es curioso cómo durante unas horas todo vuelve al mismo lugar, ese que compartimos especialmente en los años noventa y que genera vínculos que no se rompen a pesar de la lejanía impuesta por un cuarto de siglo que pasó a la velocidad de una buena noticia. Paseamos por las aulas, por el patio, por el salón de actos, y entre los «¿te acuerdas de…?» surgen las mismas bromas, el mismo tono de las risas, reconocibles como si se hubieran escuchado por última vez ayer, la misma complicidad entre compañeros de pupitre… porque por mucho que cambiemos con la edad, hay veces que donde más a gusto estamos es en esa parte de nosotros que se construyó en la sana inconsciencia de la infancia y la adolescencia.

*Escucho al crítico de cine Javier Ocaña hablar con Àngels Barceló de la película ‘Un completo desconocido’ en la Cadena SER. El periodista cuenta que el actor que da vida a Bob Dylan, Timothée Chalamet, es una persona muy ambiciosa que ha afirmado que quiere pasar a la posteridad como uno de los grandes actores de la historia; no se conforma con ser uno más. Barceló rápidamente se alerta y contesta que desde ahora le cae un poco mal, que no le gusta la gente así. En ese apesadumbrado «así» que menciona la presentadora se esconden muchos males de la actualidad, que desde la política hasta los medios de comunicación pasando por los ciudadanos, penalizan a quien quiere más, a quien opta por salirse de lo cotidiano, de lo básico que se espera de uno, para ir hasta un lugar que es imposible localizar porque todavía no ha sido creado.

Seguimos empeñados en igualar por abajo en vez de buscar la excelencia por arriba. Solo así se explican las leyes educativas que sacan de la chistera nuestros gobernantes, los pitos a los deportistas que se muestran competitivos o los insultos en las redes sociales a los artistas que se salen de la línea marcada por la mediocridad. Los queremos a todos iguales, no sea que alguno se supere y nos ponga de bruces delante del espejo para señalarlos y recriminarnos que podemos hacer mucho más en cualquier aspecto de la vida.

Feliz domingo, queridos lectores/as.


Author: Alberto Martín

Profesor universitario y escritor

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