Queridos lectores/as, si llegaron al final de «Escenas de verano (Vol.1), les invito a darme una nueva oportunidad con esta segunda y última entrega. Y el resto, cómo no, bienvenido.
**Entro en un bar a picar algo y el camarero me recibe con una atención exagerada. Me habrá confundido con alguien importante, deduzco. Tiene una sonrisa como la de Jack Nicholson interpretando al Joker y me concentro en no mirársela con descaro. Ya sentado, me habla de la carta de vinos como si él tuviera delante al presidente de la Asociación Española de Enólogos. Asiento con la cabeza mientras pienso si en ese rato España habrá ganado alguna medalla en los Juegos Olímpicos. Cuando el tipo termina la encíclica vinícola, sólo me sale pedir un Albariño, así a secas, que lo decepciona como si le hubiera mencionado un Don Simón de cartón.
Siempre he sospechado de quien es excesivamente agradable sin conocerte. Cada tres minutos el camarero viene a mi mesa a ver si está todo bien. «Sí, el pulpo este sigue muerto, no se preocupe» barajo responderle, pero a cambio hago algún comentario absurdo de mi cosecha. Sospecho porque creo que quien exagera la amabilidad lo hace a costa de negársela a otros, tal como compruebo cuando regaña varias veces, con malas maneras y sin demasiada discreción, a un joven camarero detrás de la barra por tardar en descorchar una botella. Hay gente que lo primero que olvida cuando aprende algo es que un día esa experiencia no la tuvo y necesitó la paciencia, el tiempo y el apoyo de alguien más veterano para tirar hacia adelante.
**En ningún lugar se ven tantos futbolistas entraditos en años como en la playa. Cargamos sobre nuestras espaldas un elenco de excusas para justificar por qué no llegamos a profesionales que ríete de Luis Tudanca intentando defender en Castilla y León el federalismo y el bonus socialista a Cataluña. Por un lado, padres jugando con hijos y tíos con sobrinos forman equipos en torneos exclusivos que, a la vista de la alegría con la que celebran goles en porterías casi imaginarias, ganan copas que tienen más valor que la Champions League más épica. Y alrededor de esos estadios playeros de dudosas dimensiones, pululan cientos de futbolistas retirados paseando por la orilla y mirando de reojo a la pelota. Ellos no pueden usar el comodín de los pequeños, pero aprovechan cualquier balón perdido que llega a sus pies para colocar bien el cuerpo, levantar la cabeza y dar el mejor pase de sus vidas adultas, esas donde dejaron atrás las pachangas y las ligas municipales al llegar a una edad en la que juntarse diez resulta más fácil que suceda en el Mercadona, un sábado por la mañana, que en una cancha. Muchas veces es sólo un toque de balón, un pase, para qué más, y no tienes a nadie cerca que lo entienda y lo celebre contigo, pero sabe a gloria, aunque ninguno lo exteriorice para que no lo señalen con el mejor piropo que existe: «eres peor que un niño».
**Un grupo grande de amigos se hace fotos en el paseo marítimo. Atardece y ahí hay una historia que contar. Tiran cinco o seis seguidas y debaten sobre cuál es la mejor: qué pelos, sales con cara de anormal, tengo los ojos cerrados, mi hijo está feo y los vuestros perfectos, me sale tripa, la cámara no hace milagros… Se parten de risa, pero toca una nueva tanda; ni se te ocurra subir esa foto a Instagram y etiquetarme. A la segunda tampoco es la vencida y a la tercera, ya con mayoría simple, se cansan y una dice que las va a mandar al grupo de WhatsApp.
Todos tenemos una personalidad que se define más por lo que escondemos, lo que no queremos mostrar al exterior, que por ese intento enternecedor de proyectar una versión maravillosa de nosotros mismos que sólo se sostiene fugazmente en el artificio de las redes sociales. Y así debe seguir siendo, las imperfecciones de cualquier clase las traemos de serie por naturaleza, pero no hay dos iguales y tampoco es necesario pregonarlas a los cuatro vientos a quienes no estarán cerca cuando flaqueen las piernas y creas que no puedes más.
Feliz domingo
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