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Crónica de un apagón

Un puñado excesivo de horas sin luz y gran parte de España se ha marcado un viaje a una mezcla entre el pasado sin tecnología en el bolsillo, la pandemia y otro lugar distópico aún por descubrir.

No había terminado alguien de apagar el interruptor nacional y en los bares el debate ya giraba —cañas aún fresquitas y tapas calientes mediante—, entre dos explicaciones de partida: o era un ataque de un hacker, de esos con sobrepeso que están en un sótano sin ventilar comiendo Cheetos y llevan meses sin salir a la calle, o una conspiración orquestada con los restos que sobraron de la pandemia. La posibilidad de responder con un «no tengo ni idea de qué sucede» no pasó por la cabeza del ciudadano de a pie, era una opción reservada únicamente para Pedro Sánchez y su gabinete.

Por la tarde, cuando se dio la puntilla y el teléfono móvil cesó en sus funciones, el ciudadano dejó de informarse y por un rato fue libre, el ruido social crónico desapareció. La batería de memes quedaba en la recámara, los currantes abandonaban su puesto de trabajo y, como los niños cuando nieva y se suspenden las clases, salieron a la calle en un día soleado. Más allá de racionar las baterías de los móviles con más vehemencia que una botella de agua en el desierto, la escenografía de las ciudades mutó hacia algo que pertenece al pasado, como si hubieran venido Almodóvar y Agatha Ruiz de la Prada a dar un color diferente a la tarde. 

Los parques urbanos tuvieron más de rave infantil que de lunes. Sin san Google operativo para hacer los deberes, los chavales se amontonaban en cualquier espacio para jugar al fútbol y disputaron uno de los mejores partidos de sus vidas, esos que se recuerdan y generan literatura de andar por casa; los que se echan hasta que la noche ya no permite distinguir si le estás dando una patada a un rival o a tu portero. Los adultos charlaban sobre las causas del apagón en las terrazas supervivientes o sentados en los bancos de madera, que colgaron el cartel de «no hay billetes», y por momentos pareció que sacábamos el manual de estilo que usamos todos hace cinco años hablando con más criterio de Moderna, AstraZeneca y Pfizer que del trabajo propio, igual que si nos hubiéramos criado entre pipetas en un laboratorio. 

Solo un cajero funcionaba en la ciudad. Ríete ahora de los que llevamos efectivo en la cartera «por si acaso», que es el motivo fundamental por el que hacemos tantas cosas que nunca suceden, como por ejemplo un apagón primaveral. En la “calle Real”, entre negocios cerrados y otros con el personal esperando a que volviera la luz en banquetas tomando el fresco, había un elemento que se salía del guion: turistas comiendo helados. Una imagen cotidiana de repente se convertía en exótica, y es que una de las múltiples heladerías que colonizan el casco histórico de una ciudad en donde siete meses y medio al año matamos por un caldo ardiendo, instaló un generador eléctrico y vendió tantos helados de tiramisú que por poco no salieron los consumidores parlando en italiano y gesticulando en el mismo idioma.  

Mi última parada del día fue por la zona verde del extrarradio. Grupos de jóvenes tumbados en las toallas que ya claman verano pasaban la tarde hablando y riendo ajenos a la tecnología, como si fuera 1995 y ser feliz consistiera en tirarte al suelo con tu gente, olvidarte del reloj, decir tonterías y hablar de temas de los que no teníamos ni idea, como hacemos de adultos. Los atletas retirados desempolvaron las zapatillas y sin saberlo estaban organizando para la mañana siguiente el Día Nacional de las Agujetas, ya oficialmente establecido el 29 de abril. Y como si no hubiera terminado del todo el día 23, los libros volvieron a ver la luz y la lectura de nuevo se convirtió en el recurso al que todos volvemos si no queda más remedio, cuando lo superficial nos da la espalda y dejamos de obtener likes al mejor postor. 

Llega la noche y la luz que nos guía es la de los visionarios que advirtieron jaleo y dieron el título de eméritas a las luces navideñas en los balcones. En Segovia ni cotizaba en las casas de apuestas que seríamos de los últimos en recuperar la normalidad. Llevamos años dando pistas de que nos gusta ir a contracorriente, que se lo pregunten a las urnas municipales de donde salieron en diferentes elecciones concejales del CDS, UPyD y Ciudadanos cuando las tres formaciones estaban ya subidas y bien agarradas a la tabla de madera de Rose Dawson en el Titanic. Antes de acostarnos, vamos por el hogar palpando paredes reconocibles y alguna vez apretamos a ciegas un interruptor por pura costumbre, la que nos da la falsa certeza de que todo está siempre en el mismo lugar.

En cuanto el teléfono móvil deja de dominar nuestras vidas, volvemos a mirar hacia afuera y a la cara de los nuestros, que son los dos lugares donde pasan cosas reales. Del caos y del perjuicio que ha tenido este incidente para muchísima gente en todos los ámbitos hay que escribir, por supuesto, pero conviene también observar esa parte que nos ha resituado provisionalmente en un lugar del que nos hemos alejado por culpa de la tecnología.

Espero que no hayan tenido mayores problemas, queridos lectores/as.


Author: Alberto Martín

Profesor universitario y escritor

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1 Comment

  1. Muy bueno, por mas días de alejarnos de la tecnología, pero con luz

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