No les hablaré del calor porque ya lo han dicho todo en las noticias y en las tertulias de la calle: hay que beber agua, comprar un abanico de los caros, no tumbarse sobre el asfalto a mediodía y echarse crema factor 50. Una vez aplicada la teoría, solo usaré el tema para contarles que a este paso voy a terminar por echar de menos al primero de los amigos que ya a mediados de agosto de nuestra juventud, cuando se ponía el sol, abría su mochila con la precisión de un cirujano operando a vida o muerte, nos miraba con cara de satisfacción levantando y bajando las cejas y, alegando que en un rato «refrescaría», sacaba la sudadera sin pudor ni un mínimo de clemencia hacia los que acabábamos de salirnos de la piscina y seguíamos con el bañador mojado.
De joven siempre culpé a quienes se abrigaban en agosto de matar el verano antes de tiempo; el otoño lo inauguraban ellos y nadie los sentó jamás ante un juez. Yo pedía a mi amigo que no lo hiciera, que se mantuviera fuerte y aguantara: no entierres la camiseta tan pronto, aún da más de sí. Le tiraba de la prenda para confiscarla y suplicaba que no se la pusiera todavía porque automáticamente empezarían los días a acortarse, las tormentas a rugir y el colegio a acercarse. Lo veía ahí, sentado en el suelo todo cómodo, comiéndose su bocadillo de embutido, mirándose feliz los brazos cubiertos y hablando al resto como desde un púlpito. Él ya estaba en otro lugar diferente, uno peor que miraba al futuro en vez de rebelarse contra el paso de un verano que unos días corría como un loco y otros sentíamos que no terminaría nunca.
Esa era la primera señal de que las vacaciones no eran para siempre. La segunda la marcaba el hecho de que las pandillas veraniegas en los pueblos y las piscinas se reagruparan al completo tras disfrutar cada uno con su familia de los días de playa, un derecho que creíamos que venía adquirido de nacimiento y no del esfuerzo de nuestros padres. Todos habíamos cumplido el trámite de pasar tiempo con los mayores y tocaba estirar los días con los amigos y hablar solo en presente, el único idioma que entendíamos. Eran los mismos amigos que, al empezar el colegio, se dispersarían entre promesas imposibles de verse en invierno y volverían con los de «toda la vida», porque aquello era un período acotado de casi tres meses sin más obligación que pasarlo bien, sortear los cuadernos de Santillana, quemar las ruedas de la bicicleta, desgastar el balón y esperar que la chica misteriosa que pasaba las horas leyendo bajo una sombrilla tirara el libro al agua y se viniera con nosotros.
La tercera y última señal era sin duda la más tenebrosa. A finales de agosto se empezaba a ver por la calle a padres y madres con bolsas que contenían el arma de destrucción más masiva contra el verano —ríete tú de las que “descubrió” Aznar en Irak—, los libros de texto del curso siguiente. Se formaban colas en las librerías y no precisamente para comprar los Episodios Nacionales de Pérez Galdós. Cuando llegaban a casa yo los trataba como el mago Gandalf al anillo de poder, no quería ni tocarlos. Iba por la casa esquivándolos, ni los miraba, pero ellos a mí sí. Los escuchaba susurrar «ya nos veremos pronto, listillo» y rogaba que no llegara el momento de ver sobre la mesa del salón el plástico y las tijeras para forrarlos, porque eso ya sería el final absoluto de las vacaciones.
Aunque aún queda algo más de un mes de verano, esté alerta, la semana que viene bajan las temperaturas y alguien en su entorno, o quizás usted, querido lector/a, será el primero en ponerse una sudadera o un jersey. No se descuide, sepa que le estaré vigilando.
Feliz domingo.
17 agosto, 2025
Al hilo del bonito y bien construido relato de Alberto, se me ocurre que antes,ahora y después, ha habido y habrá aguafiestas, ese tipo de persona al que le fastidia que los demás disfruten,viajen o descansen de la forma que consideren más oportuna. No lo digo por el amigo del relato,y el uso,quizá innecesario, de la sudadera, el cual realizaba inocentemente esa acción ajeno a los daños anímicos colaterales que implicaba, más bien señalo a los que recién concluido el día de San Pedro están haciendo alusión al final del verano con frases como “el verano son tres días”, o bien, “a partir de el primero de julio comienza en principio del fin del verano”.
Ya pasa el tiempo de forma vertiginosa e inexorable como para ponernos a animarlo para que corra más. Ojalá todos disfrutemos del verano. Llegará Octubre, pero faltan 44 días todavía.