Estaba pensando sobre qué escribir esta semana cuando he visto en las noticias a los líderes de UGT y CC.OO. en el congreso nacional del PSOE adorando al presidente del gobierno como si llegara de Melmac a salvar a la civilización de sus pecados terrenales. Llámenme loco, pero juraría que la naturaleza de un sindicato debería ser contraria a adherirse al poder con tanto romanticismo y salir de delanteros en el once titular de los palmeros.
Pero no vengo a hablarles de esto, que luego se me revuelve la sección con comentarios y el director no me da el bonus anual por buen comportamiento. En Segovia hay varios quioscos de prensa abandonados que no tengo fe en que vuelvan a abrir y uno se pregunta si no sería mejor que se retiraran de la vía pública. En un mundo digitalizado que empuja al individualismo, al ‘cortoplacismo’ y a poder hacer desde el teléfono lo que antes requería de contacto social, los quioscos se han transformado en espacios anacrónicos. Atrás quedan aquellos años en los que se convertían en puntos de encuentro; teníamos varios de referencia que combinábamos y, si hablamos de la infancia y la adolescencia, eran los lugares donde estaba todo lo necesario para afrontar la tarde de los sábados en la calle o para comprar las golosinas que comer en clase porque allí, como estaban prohibidas, sabían mejor. Si la profesora te mandaba a la papelera a tirar la que tenías en la boca, reías por dentro sabiendo que volverías a la carga porque aquella bolsa que habías comprado era infinita. Y ni qué decir tiene la función que tenían como difusores de información, con periódicos y revistas que requerían de tiempo para ser leídos y saber algo más de lo que se cuenta en un tuit de 280 caracteres.
Cada quiosco estaba representado por la personalidad de sus dueños, que en unas cuantas visitas de sus clientes ya sabían qué quería cada uno y usaban su nombre de pila, la herramienta más eficaz en cualquier negocio para recordar a los consumidores que no habrá mejor sitio para comprar que en el pequeño comercio. Quién no recuerda entre otros el del Azoguejo, con Eugenio y Carmen escoltados por el Acueducto cada mañana recibiendo a los turistas con sus suvenires de cerámica, o al señor Alejandro, un hombre discreto y siempre amable, junto a la residencia del Emperador Teodosio, o a Velasco en la cuesta de la calle del Clavel, con quien se podía debatir de fútbol o de actualidad, aunque yo no supiera nada de ninguna de las dos.
Para quienes hemos invertido en cromos nuestros ahorros, procedentes de las propinas y de las vueltas de los recados que nunca volvían a sus legítimos dueños, un quiosco era sinónimo de reunión de chicos y chicas de la misma edad cambiando y haciendo negocios. Las primeras prácticas que hicimos en la vida para saber de qué iba eso del capitalismo: intercambios, deudas a corto plazo, valoración de cada cromo, tasación de los difíciles, engaños que descubrías cuando le contabas a un mayor el trato que habías hecho… De forma natural socializábamos y aprendíamos a relacionarnos sin teoría ni apuntes, que es como se aprende a vivir de verdad, cuando no te das cuenta de que lo estás haciendo, y bajo normas comunes que se creaban sobre la marcha.
Todos los avances tecnológicos que aparecen sucesivamente, además de producirse a una velocidad a la que es imposible que la sociedad se adapte para su correcto uso, traen consigo una reducción en la calidad de las relaciones sociales. Dichos avances se basan en la rapidez y la comodidad para el usuario, que son conceptos enemigos de cualquier proceso que tenga que ver con el aprendizaje social, si hablamos de los menores de edad, y que distancia en el caso de los mayores. Somos capaces de saber qué ha hecho un amigo la semana pasada aunque llevemos meses sin verlo; una llamada de teléfono ha sido sustituida por una cadena de audios donde no se conversa, se expone; un texto de diez líneas en WhatsApp de un amigo se convierte en un ‘tocho’ que leer en diagonal porque no hay tiempo para todo; si hay que hacer un discurso público se le pide a la Inteligencia Artificial que lo redacte y se le priva de cualquier posibilidad de emoción; el tiempo que le dedicamos al entorno es inferior a los minutos que vemos vídeos absurdos que impone un algoritmo; los chavales ya no quedan en una casa para jugar a la videoconsola y estar juntos, cada uno se queda en la suya y se comunican con auriculares…
No me malinterpreten, no se trata de que cualquier tiempo pasado fue mejor ni de rajar de lo actual, eso es un topicazo barato. Pero sí conviene de vez en cuando pararse a pensar en qué nos influye realmente la tecnología en el día a día, en qué lo hace a los menores de edad y plantearse si la calidad de nuestras relaciones sociales, esas que antes nacían de forma esporádica y sin que nos supusieran ningún esfuerzo, no ha decaído en favor de conductas que favorecen la distancia y el individualismo. A lo mejor cuando hablamos tanto de salud mental deberíamos empezar a mirar por ahí y encontraríamos alguna solución, por pequeña que fuera.
Feliz domingo, queridos lectores/as.
1 diciembre, 2024
La mayoría de los sindicatos se han convertido en palmeros del señor Pedro Sánchez.
Estómagos bien agradecidos.
Da vergüenza verlos.
Feliz día.
1 diciembre, 2024
Leer la actualidad en una pantalla, se cargó la prensa escrita y con ella los quioscos.
Consecuencias del progreso.