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Ganar por goleada

No se enfaden más de lo normal conmigo si no les gusta el artículo, queridos lectores/as. He dejado para última hora escribirlo aprovechando un viaje en tren y no sabía que en mi vagón se juntarían un tipo que ronca a cien decibelios, una mujer de mediana edad regañando a su padre por teléfono porque no ha puesto un Papá Noel en el árbol de Navidad —un drama incalculable— y un tipo tosiendo que ríete del Covid. Le he diagnosticado tos ferina a escala máxima siendo optimista; me mira de vez en cuando como diciéndome ‘qué quieres que haga’ y yo le pongo cara de ‘no pierdas tus últimos momentos justificándote con un desconocido’.

En fin, que vengo a contarles que cuando tenía nueve años, si es que alguna vez los tuve, me apunté al equipo de baloncesto del colegio. Mis conocimientos de este deporte eran los mismos que tengo ahora para diagnosticar a golpe de vista enfermedades, pero me dijeron mis colegas que era divertido y con eso me valía; ya me enteraría de las normas más tarde. Estaba en cuarto de EGB y el resto del equipo en quinto. Mi participación en los partidos dependía de que alguno estuviera malo —lo que me llevaba cada viernes a desearles cientos de enfermedades que encontraba en la enciclopedia Espasa— o que mi amigo Alberto no fuera a jugar ese sábado por tener partido de tenis; solo podía haber doce fichas y éramos trece.

Ahí estaba yo, cada sábado por la mañana mirando más el calendario de tenis provincial que los libros de matemáticas. El caso es que un día jugamos en el colegio Calvo Sotelo y ganamos al otro equipo 107-0. Cuando el partido estuvo sentenciado en los primeros minutos, el entrenador mandó descansar a la estrella de nuestro equipo, que además de ser uno de mis mejores amigos era un chupón de campeonato, y los demás nos pusimos a meter canastas como si fuera nuestra última oportunidad porque en cuanto volviera el bueno a la cancha se nos acabaría el chollo: lo que toda la vida se ha llamado «repartirse las migajas». Al final de la temporada ganamos la liga, hecho que hubiera sucedido exactamente igual sin mi participación, y me retiré. Durante muchos años la gente me ha preguntado si no juego al baloncesto. La respuesta fácil era que me gustaba más el fútbol, pero la realidad es que se me daba mal, tiraba con las dos manos a tablero y después de ganar una liga sin pegar ni palo y con un 107-0 mediante, ya lo que podía venir era peor.

Ya de medio adulto, o de algo parecido, me convertí en entrenador de fútbol sala en categorías infantil y cadete. Creo que lo hice para que un día me pidieran los periodistas una rueda de prensa y soltar una obviedad tras otra, si era posible con acento argentino y haciendo pausas largas para beber agua, en plan «el fútbol sala son 5 contra 5 y no hay nada escrito», «fuimos mejores, pero ellos aprovecharon las ocasiones» o «debemos pensar ya en el próximo partido». Íbamos antepenúltimos, normal con el entrenador que tenían, y el día que nos tocó contra los últimos les metimos un 28-0. Chavales de mi equipo que no habían anotado un gol en toda la temporada metieron tres o cuatro, aquello fue una sangría. Se podía haber llevado cada uno de mis chicos un balón firmado a casa por aquella fiesta del hat trick y yo pensaba «estos de mayores se van a acordar del partido como yo del 107-0», que lo mismo ni fueron 107 y con el paso del tiempo he encajado esa cifra en el relato a base de repetirla. Al acabar, entre tanta alegría de los míos, se acercó un padre muy educado a decirme que debía haber parado la escabechina, que no eran necesarios tantos goles. Yo le justifiqué que no podía prohibirle a un jugador que no había metido un gol en toda la liga que no lo hiciera cuando podía.

Con el paso de los años me di cuenta de que aquel padre llevaba razón: no tenía sentido una goleada así porque detrás de ella no había ningún aprendizaje para chavales que aún se estaban formando, solo escarnio al rival, recrearse en sus carencias, que además eran muy parecidas a las nuestras, y sobre todo una ausencia total de trabajo en equipo, ya que todos estaban, igual que en el 107-0, buscando su momento de gloria siendo poco generosos. En una sociedad que tiende cada vez más a empujar hacia el individualismo, conviene recordar que el mérito de casi todo lo que hemos ido consiguiendo en la vida, sea grande o pequeño, ha estado decisivamente relacionado con el entorno que nos ha rodeado, el que nos ha apoyado desde un aparente segundo plano, el mismo entorno al que ahora le diremos en Navidad como una tradición más a incumplir que «hay que verse más».

Feliz domingo a todos/as y si no se me ocurre nada antes, ¡feliz Navidad!


Author: Alberto Martín

Profesor universitario y escritor

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2 Comments

  1. En el último mundial de rugby, Nueva Zelanda le ganó 71-3 a Namibia. No hace falta hablar de la diferencia de nivel que hay entre ambos equipos. Pero hasta el último momento, los namibios intentaron conseguir un ensayo. Que viene a ser como un gol pero da 5 puntos. Ni los unos sintieron que humillaban al rival, ni los otros se sintieron humillados. Sólo es deporte. Y el público francés aplaudió a rabiar a los namibios por haberlo dado todo.

    En rugby se dice que la forma de respetar al rival es jugar contra ellos como si fuera la final de un campeonato. Lo otro es ser condescendiente. Es otra forma de verlo.

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    • Muchas gracias por su aportación, Clamores del Eresma.

      Estoy en parte de acuerdo, de hecho así lo vi siempre que recordaba estas anécdotas, pero sí es verdad que en el caso que comento, yo al ser con chavales que aún se están formando y aprendiendo, la connotación puede se otra que en un entorno 100% competitivo como el que usted comenta. Pero sí, tiene toda la lógica también su punto de vista.

      Un saludo y gracias por leer este artículo.

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