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¡Piensa igual que yo!

Hace un par de días usé mi cuenta de Facebook para expresar una barbaridad por la que tendría que ser juzgado por tribunal popular: que el gobierno lleve tres años sin presentar unos Presupuestos Generales del Estado debería suponer convocar elecciones o al menos que se le cayera la cara de vergüenza, y lo definí más que como un gobierno progresista como una “parálisis andante”. Imagínese usted, querido lector, que está tres años en su puesto de trabajo sin ejecutar la función más importante para la que fue contratado y a cambio para justificar su incompetencia se dedica a hacer refritos y a repetir con una cadencia perfecta derecha, ultraderecha, ultraultraderecha, extrema derecha y derecha extrema… Exacto, estaría despedido, pero en la vida pública eso no se lleva ni aunque cada uno de los excelentísimos ministros cobre unos 80.000 euros (Óscar Puente y Óscar López también, sí) y tenga las copas en el bar del congreso a tres euros.

Para uno de mis exiguos lectores, que además en su día fue profesor mío en la universidad y a la postre compañero, mi comentario supuso el fin de nuestra relación digital, me dijo “hasta luego” y me eliminó. Tenía la opción de haberme dado sus argumentos o sacar algún dato que me hiciera ver que puedo estar equivocado; incluso tuvo la opción de la indiferencia, en plan «ni le contesto, me da igual lo que diga este cretino en sus redes sociales», pero eligió mostrar en abierto su decepción y anular nuestra “amistad”.

Más allá de la anécdota, que no tiene menor importancia, sí que pensé que hace veinticinco años, si esa discrepancia se hubiera producido en el aula, o incluso en la calle, se habría establecido un debate interesante que en algún momento habría terminado con normalidad, sin más relevancia tras habernos escuchado y con un apretón de manos. Ese es precisamente uno de los bienes más preciados que teníamos y que han robado las redes sociales, la capacidad de pararnos a escuchar y sobre todo a que la discrepancia se vea positiva y natural. A cambio, los gigantes tecnológicos han conseguido que, donde se podía acceder a múltiples puntos de vista en sus inicios, ahora solo se encuentre una y otra vez opiniones y contenidos homogéneos que refuercen creencias.

Creo que no se aprende nada del que piensa siempre igual. La continua reafirmación y el apoyo de la «comunidad ideológica» a la que tanto deseamos pertenecer, en vista de todo el tiempo que dedicamos a contar en las redes sociales lo que pensamos, predomina sobre cualquier conato de entender que el conocimiento y la verdad no siempre residen en lo que creemos saber y en lo que nos han dicho que debemos pensar. Esa es una de las consecuencias que ha llevado a la desaparición del centro político en favor de los extremos y que no haya —como sí sucedía antaño— puntos en común en donde nadie se avergonzaba de coincidir con el contrario.

Gran parte de este problema reincido que está en las redes. Nos empeñamos en no querer ver en ellas un cáncer social porque «también tienen cosas buenas». A medida que las plataformas ganaban seguidores y cualquiera se podía convertir en influencer o en creador de contenidos para decirle a la audiencia lo que quería escuchar, aunque fuera una mamarrachada, se diluían entre el ruido los referentes morales y culturales. Muchos de ellos optaron por no formar parte del universo digital a la vista de que la mesura y el criterio quedaban aplastados por lo breve, lo espectacular y lo anodino, y todo en el mismo espacio. Así lo vimos, por poner solo un ejemplo, en la pandemia, donde científicos y profesionales de la salud se veían obligados a competir en atención con negacionistas y gurús que, con más aguante para la trifulca, terminaban por ganar audiencia a base de soltar barbaridades que viralizaban sin control.

Y en este punto en el que nos encontramos quien aprovecha el contexto son los políticos. Nadie mejor que Rodríguez Zapatero lo expresó a micrófono cerrado con Gabilondo, «nos conviene que haya tensión», pero no es el único, pues no es un comentario aislado sino una forma de entender la política donde hay que hacer declaraciones todos los días sobre lo que sea, mantener la crispación y lanzar a los ciudadanos unos contra otros a defender las soflamas de partido. A la vista del resultado, han conseguido su objetivo, y nadie de todos los que defienden con tanta vehemencia a un ministro, un presidente o un diputado, se preguntará cuánto ha mejorado la vida de esos que nos dividen y cuánto ha mejorado la de uno mismo. Ahí está la respuesta que arrancaría la venda de los ojos y que acabaría con esta polarización tan absurda y tan convertida en negocio ideológico.

Feliz domingo, amigos lectores. Hoy no tenía ninguna anécdota absurda que contarles.

Author: Alberto Martín

Profesor universitario y escritor

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4 Comments

  1. Otra víctima más del sectarismo y el pensamiento único imperante en la izquierda española.

    No te preocupes Alberto, no eres el único.

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    • Gracias por su comentario, Comegambas.

      Creo que más que a un sector ideológico, esto que comento tiene que ver con un momento social donde el exceso de información solo lleva a quedarse con los mensajes que uno acepta como propios, y eso afecta a izquierdas y derechas y a quien sin duda favorece es a los extremos. Con un titular capcioso, una frase en una rueda de prensa que enseguida se cataloga como ‘zasca’ y demás, consideramos que estamos bien informados, y en el fondo no sabemos nada. Si se pierde el contexto se pierde el criterio.

      Saludos y buen domingo.

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  2. Tienes razón Alberto, la izquierda guarda rencor a quien (siendo de izquierdas) es valiente por discrepar. Gracias por tus artículos.

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    • Gracias por la lectura, lector.

      El problema de la discrepancia para mí es que obliga rápidamente a justificar que no significa un apoyo al contrario. Precisamente la polarización conlleva la creencia de que criticar al gobierno del PSOE y Sumar lo vuelve a uno más pepero que Rajoy y Aznar juntos, y no debería ser sí, pero al final malgastamos la energía en demostrar lo que no somos.

      Saludos y buen domingo.

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