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Las vocaciones

Se comete un error al abordar el asunto de las vocaciones. Desde niños se nos inculca que es un concepto que tiene relación con algo que nace en la etapa colegial o universitaria, crece dentro de uno de forma natural y lo acompañará siempre. De ahí luego esa expresión tan fea de ‘vocación tardía’ si aparece en los años de madurez o más adelante. Además, se asocia a profesiones prestigiosas como médico, militar, abogado, piloto, arquitecto, periodista (esta ya poco, para qué engañarnos) …las clásicas, ya saben.

Pienso en ello en el tren porque hay a mi lado un tipo, que ya ve de reojo la jubilación, que acaba de dar un minúsculo respingo —imperceptible al ojo humano, pero no al mío, que busco temas para que el director del Acueducto2 me dé el aguinaldo antes de Nochevieja— porque ha batido un récord en el Candy Crash que llevaría siglos buscando, en una sección llamada «Caramelada campal». Con ese nombre me imagino caramelos agresivos sobreexcitados por el azúcar y dándose de palos entre ellos, como ultras, pero no, no se trata de eso. Aquí tengo al tipo con su nueva vocación, jugador del Candy, más feliz que yo cuando paseo por el bulevar de Blanca de Silos con el suelo amarillo y creo que van a salir a mi encuentro Dorothy, el hombre de hojalata y el león cobarde para acompañarme a la universidad a corregir. El espantapájaros no, que me da mucha rabia.

Yo he tenido muchas vocaciones en estas cuatro décadas y pico que llevo deambulando por el mundo; la que más me duró fue como un par de meses. Así, por destacar alguna, cuando empecé las colecciones de cromos con diez años deseé ser el tercer portero de un equipo de primera división. En el álbum me daban a elegir entre el segundo y el tercero y ni me lo pensaba, colocaba el que jugaba menos: Angoy, Bartual, Contreras, Elduayen… La vida del tercer portero era la vida padre: entrenar un par de horitas, que como solo hay dos porterías ni había que matarse de cansancio, los fines de semana se ahorraba aburridas concentraciones en hoteles y culpas si perdía porque no iba convocado, y en la última jornada cuando su equipo no se jugara nada lo sacaría el entrenador un rato como premio al buen comportamiento durante la temporada. Y ahí aparecería en los posters y cobrando un pastón. Eso era genuina ambición, sí.

A esa edad aún inocente también quise ser ciclista, pero no para pegarme la paliza de doscientos kilómetros por etapa sino porque me encantaban los maillots de los equipos. Pasaba por Bicicletas Melero al volver del colegio y me quedaba mirándolos atontado: Kelme, Amaya, Banesto, ONCE, Clas Cajastur…Lo mismo si hubiera pedido alguno a los Reyes Magos habría ido vestido así al colegio y todo, pero con mi bicicleta California verde de un plato y un piñón no cuadraba mucho ponerme en posición aerodinámica para bajar las cuestas a toda velocidad.

Con diecisiete años también quise ser campeón de squash. Tengo el récord del mundo de haber jugado menos tiempo a este deporte: solo he dado un golpe en mi carrera, uno. Estábamos un día dando una vuelta por la calle, que implicaba ir de los recreativos Láser 3 a la patatería de la señora Pepa en san Millán y vuelta a los recreativos a estudiar ingeniería química, cuando un amigo que trabajaba en la recepción de unas pistas de squash creyó que era buena idea que fuéramos a verlo porque se aburría. Al llegar estaba la pista vacía, cogimos una raqueta y nos pusimos en situación como si hubiéramos nacido para ser campeones. Según di el primer golpe me cargué la raqueta: quedó tan destrozada que pudo haber sido la obra más relevante de Arco. Nadie se percató y lo primero que me vino a la cabeza fue que me tocaría pagarla, a mí, que estaba más pelado que Carpanta, así que alegué que aquel deporte no era el adecuado y guardé lo que quedaba de ella en un carro junto con otras. Siempre es culpable quien encuentra el objeto roto y yo ya no estaría allí para conocer a mi víctima, aunque siempre sospeché que el anterior usuario de esa raqueta hizo lo mismo conmigo. Así terminó mi ruin carrera como promesa del squash.

Les relataría más situaciones lamentables, pero lo que vengo a contarles hoy, ya casi en la prórroga, es que no hay vocaciones que aguanten más el paso del tiempo que las de la curiosidad permanente y las ganas de seguir aprendiendo; y esto no tiene nada que ver con la edad ni con una profesión concreta. El mejor ejemplo que encuentro en mi trabajo está en los alumnos que cada año agotan en pocas horas las matrículas de la Universidad de la Experiencia en Segovia (o en cualquier otra ciudad) que se imparte en el campus María Zambrano. Aulas llenas de hombres y mujeres a partir de los cincuenta y cinco años que llenan las clases, escuchan con atención a los profesores, fomentan el debate, preguntan las dudas que surgen y vienen ilusionados a continuar formándose. A quienes tenemos la suerte de impartir algunas horas en estos programas nos recuerdan el privilegio que es enseñar a quien no pierde jamás el hambre de querer saber más y de conocer otros puntos de vista u otras disciplinas hasta entonces desconocidas. Ahí está la mejor vocación que se puede tener en la vida, y nunca será tardía porque siempre rejuvenece.  

Ahora sí, feliz Nochebuena y feliz Navidad, queridos lectores/as.


Author: Alberto Martín

Profesor universitario y escritor

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2 Comments

  1. Cuando un trabajo no está suficientemente remunerado, la sociedad pone la excusa de que es la na actividad vocacional. Por eso se van a acabar las vocaciones en este país.

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    • Gracias por su aportación, María.

      Yo en verdad hablo de algo que va más allá del trabajo, pero evidentemente de algo hay que comer y si la vocación se convierte en actividad remunerada, de algo hay que comer, claro.

      Saludos.

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