Siempre se aprende de quienes, un buen día, deciden contarte su vida. Toda vida tiene su aquel. La experiencia es siempre enriquecedora si bien más o menos amena en función de lo bien o mal que el fulano te lo cuente, lo interesante que sea su existencia, lo trepidante de los tiempos que le han caído en suerte, su papel en la sociedad, la lucidez que se gaste, la gente que ha conocido, la originalidad y profundidad de sus ideas…
Visto desde todos estos ángulos, las memorias de Eduardo Calvo me han parecido fascinantes en todo menos en un título que no acierto a comprender: “La mayoría de los tiburones son pequeños“. Poeta, guionista, escritor, profesor nómada por el mundo, activista político y cultural, bohemio madrileño (del atléti, ojo), redimido niño mal de familia bien, intelectual de tronío, fugacísimo diputado por Segovia, sabio en cualquier caso y hoy ¿apaciblemente? jubilado en su casa del Cristo del Mercado. Memorias devoradas y disfrutadas. Y las aconsejo vivamente como una obra literaria impecable y provechosa.
Procede Calvo de una castiza familia madrileña (su padre fue el gran actor Eduardo “Yayo” Calvo), que hunde su árbol genealógico en una saga de faranduleros y tipos del todo anticonvencionales, desestructurados y leídos. Punto a favor para una biografía. Generacionalmente Calvo se inserta en una quinta de intelectuales que pasó del falangismo al troskismo para caer o en el desencanto y/o en el stablishment de la España constitucional; de jugar al fútbol en aceras de posguerra a enchufarse rayas de coca en garitos. Una generación realmente interesante: juguetes rotos por las drogas y el desencanto; novelistas a los que el mainstream apartó de los lectores y que dentro de 10 años serán pasto de tesis doctorales. Por poner referentes, hablamos de la quinta de Sabina, Javier Marías, Villena, Luis Alberto Cuenca…
Pues bien. Todo eso lo vivió Eduardo Calvo en primera línea. Desde tronadas organizaciones antifranquistas universitarias en tiempos de los grises hasta agotar el alfabeto con siglas de izquierdas: FRAP, LCR, PORE, Felipe, ORT… Hermandad revolucionaria que generó una suerte de mutualidad laboral que surtiría el panorama creativo madrileño: cine, teatro, novelas… Sexo, drogas y Heidegger. Sí, pero también boxeo, whisky y futbolín. Allí estaba Calvo, de manera que sus memorias son un Gota de ese pasado, tan importante en la historia reciente del país. Crónica de una generación, la de mis hermanos mayores, que me resulta especialmente fascinante.
Pero felizmente este “La mayoría de los tiburones son pequeños” va mucho más allá. Porque el personaje y su vida dan más que de sí. Alucinantes historias familiares, vecinales, urbanas y personales que se hilvanan con situaciones iluminadores. En todo tipo de ambientes. Revelaciones a las retantas del Madrid golfo, o aseveraciones definitivas en cuadriláteros de boxeo, en un psiquiátrico, en medio de una partida de mus entre camellos o agentes del CNI. Lo cual en un mundo precario e inestable como la propia vida del autor, que al frente de Institutos Cervantes de Argel, Beirut, Cairo, se las ve cuando no con Primaveras Árabes varias, golpes de Estado en el Argel del FIS, encontrar el amor en el Líbano. Y la literatura como argamasa que lo pega todo.
O al revés, la vida como argamasa de la literatura. Pues si el Calvo exterior sorprende por lo agitado e intenso, el Calvo interior es un volcán de lecturas erupcionando a lo bestia. Y aquí es donde viene lo bueno. Pues frente al canon occidental clásico, él contrapone pasionalmente otro completamente personal y alternativo, Dante mejor que Shakespeare, el oscuro Cirlot (muy) por encima de Machados, Lorcas; Nietzsche mejor que Joyce. Heráclito primero que Platón. Aliñados con rarezas neoplatónicas o con Ezra Pound, y fobias más que razonables; a García Márquez o Agatha Christie, a Kevafis/Pessoa y los poetas de la experiencia, a lo cursi en general. Calvo es un deliberado Fumanchú de los profesores de literatura de Bachillerato. Nunca le encargarán el libro de texto de Segundo. Quien no sea capaz de reconsiderar lo que sabe de libros, que no lea éste.
Pero todo esto hay que cocinarlo con conocimiento, que diría Arguiñano. Y es aquí donde queda claro que los poetas son los ingenieros del lenguaje frente a los periodistas, que venimos a ser instaladores de tubos para la digestión de estereotipos (por no hablar de los mencionados profesores de literatura de instituto, que esos ya…). El tipo, Calvo, llena un pantano de recuerdos heterogéneos, espera que el vaso se colme, y se colme y se colme, hasta empezar a desparramarse por las presas, reventar el hormigón que aprisiona la memoria y fluir torrencial por donde el río hace años que no corría. Por allá nadan locos los tiburones, troncos y farolas, también conductores desprevenidos pillados por la riada.
Brutal ejercicio de lucidez, ironía -pachorra- y buen gusto. Que parecen unas memorias del subsuelo, un monólogo improvisado, pero tampoco. Calvo pasa de un suceso familiar a algo muy snob que acaeció entre Manila y Benidorm, y entre medias te habla de Eckhart, futbolines, boxeo o lo que aprendió de Ágata Lys. Cómo enamorarse cual adolescente en Argel, cómo enloquece y muere el amor de tu vida, cómo se saldan las deudas de una vida golfa, cómo enfrentarse a Borges y a la tontería en general. Dirías que todo sin orden ni concierto, pero no. Pues hay que hilar muy fino para interconectar estos mimbres de manera que un tercero, o sea yo, lo vaya convirtiendo en material adictivo, farlopa literaria de primera, sin cortes ni mandangas, y termine elucidando la vida y reconociendo que probablemente Calvo es el amigo sabio que uno necesita.
15 julio, 2024
Siempre es un placer y una sorpresa leerte, Luis, mas allá de noticia, que casi no hay
Un abrazo gabarrero