No sé cuánta gente recuerda su primer día de colegio, y de la que lo hace, qué parte de realidad tendrá esa película una vez que se descuente lo que el tiempo y la imaginación suman a su gusto en la memoria.
Entré por primera vez al Palacio de Conde Cheste en 1986, con cuatro años, acompañando a mi madre y a mi hermano, que tenía uno más que yo. Subimos la cuesta de san Juan, dejamos atrás el Acueducto por donde pasaban los coches y entramos por la puerta marrón. Yo iba tan feliz pensando que dejaríamos abandonado a mi hermano en aquel lugar y nos iríamos mi madre y yo a casa, me esperaban los juguetes. Al llegar, mi madre se agachó, le dio un beso y lo vi alejarse con su mochila de superhéroe: —ale, majete, ahí te quedas, nos vemos en nueve meses. La habitación toda para mí—, debí pensar, como si se fuera a quedar interno y no regresara cuatro horas después.
Tiré de mi madre hacia la puerta, pero ella, en un gesto traidor que me costó perdonar, se agachó, me dio otro beso y me mandó enfilar el pasillo rumbo a la clase de al lado, la que regentaba una profesora que se llamaba sor Lucía y que días más tarde supe que tenía contacto directo con una versión maligna de Pinocho que dejaba al payaso de It como una hermanita de la caridad. Se rumoreaba que esperaba en un cuarto a los niños que se portaban mal, y ya en otro capítulo les contaré que estuve a punto de conocerlo y de que me adoptara el mismísimo Geppetto.
Lo que no sabía en septiembre de hace 39 años era que aquel colegio, Las Madres Concepcionistas, iba a definir de muchas maneras mi vida. Hemos sido miles y miles de alumnos/as quienes hemos pasado la infancia y la adolescencia entre aquellos muros de esgrafiados donde encontramos a los amigos, los que siguen al pie del cañón y los que se quedaron por el camino, aunque solo haga falta un reencuentro cada 25 años para colocar todo en el mismo lugar en el que lo dejamos y empezar cada frase con una risa y un «¿te acuerdas de…»
Las Concepcionistas en Conde Cheste son un pañuelo triangular de las fiestas de la Niña María firmado por los compañeros; una bolsa de leche Celese en el recreo porque allí nos daba igual ser el único mamífero que la bebe; una hucha medio vacía del Domund, un concurso de villancicos en el que las chicas cantaban y los chicos rebuznábamos; unas Doce horas deportivas un sábado de junio donde siempre ganaban los mayores hasta que mi clase pasó a ser los mayores; una voz neutra de megafonía pronunciando nombres que empezaban a ser familiares; un vaso de flúor rosa; unas espalderas en el gimnasio que nunca supimos cuál era su razón de ser; una sala de conferencias de sillas rojas a la que entrábamos como al paraíso porque significaba huir de clase por un rato; una flauta que nadie tocó bien jamás; un pequeño patio que se convertía en la cancha de baloncesto más grande del mundo; un pozo sin agua; una sesión de cine las tardes de los sábados; una puerta verde; un recreo en los Zuloagas deseando que el tiempo se parara; un cuaderno de pentagrama vacío; fútbol en el seminario…
Y detrás de aquello había docentes que fuimos descubriendo que también eran incluso personas. Estaba Pedro alertando en octubre —entre phrasal verbs— de que el curso estaba a punto de finalizar; Bernabé explicándonos cómo cortar una tabla con una segueta, sor Alicia rogando que no chupáramos el boli; Inmaculada contándonos de dónde venimos; sor Ángeles enseñándonos a vivir sin que nos diéramos cuenta de que lo estaba haciendo; Manrique salvándonos del aula para refugiarnos en el deporte; Jesús descubriéndonos a los vertebrados e invertebrados; sor Carmen sembrando paciencia allá por donde pisaba; Gema poniendo más negativos que positivos en inglés; Paco alargando fracciones hasta que la pizarra le rogaba que parase; Josefina intentando que nos entrara el francés con acento segoviano; o Juanjo pretendiendo que un grupo de cenutrios fuéramos capaces de representar una obra de teatro. Y Conchita, Mari Ángeles, Loli, Sagrario, María Antonia, Elia, sor Fuencisla…
Y por supuesto que estaba Raquel García, siempre justa y yendo por delante. Dando consejos que ningún adolescente pide y sí necesita, diciéndonos las verdades sobre todo cuando no gustaban y dando valor a lo que hacíamos bien, que a veces también nos daba por ahí, porque con ella se trataba siempre de aprender valores, sabiendo que cada uno tenía su propio ritmo.
El casco antiguo se queda un poco más vacío con la mudanza de las Madres Concepcionistas a sus instalaciones en el municipio de la Lastrilla, donde me consta que un fantástico equipo de docentes comienza una nueva etapa en un espacio moderno del que se beneficiarán cientos de estudiantes. Ojalá sea así y en unos años conserven tan buen recuerdo de su paso por el colegio como muchos de nosotros lo tenemos de aquel palacio que convertimos en el salón de casa.
Feliz domingo, queridos lectores/as.
30 julio, 2025
Alberto, tú pluma no es de las que se guardan en un estuche, sino de las que escriben en cualquier espacio para que otros leamos.
GRACIAS por esos recuerdos que arrancan lágrimas gozosas.
Soy concepcionista y estudié interna en tu mismo colegio.
Volvería a hacerlo y si tuviera que seguirlas hasta La Lastrilla lo haría, firmemente convencida, porque con ellas, se puede mirar SIEMPRE ADELANTE.
GRACIAS POR TU TESTIMONIO
1 agosto, 2025
Gracias a ti, Dolores, por tu comentario. Un placer leerte y compartir esos buenos recuerdos.
Un abrazo.
31 julio, 2025
Entonces se cambian definitivamente y tiene todas la autorizaciones o es un artículo más de lo que se habla por la calle.
1 agosto, 2025
Cuenta usted con mi palabra, Pepito.
En caso contrario, el director de este periódico digital se compromete a pagarle una comida en una restaurante segoviano a decidir entre ambas partes.
Gracias por leerlo. Saludos.
31 julio, 2025
Fenomenal artículo Alber! Me ha flipado leerte. Un abrazo
1 agosto, 2025
¡Otro abrazo grande para ti, Fernando! Un lujo haber compartido aquellos años tan buenos contigo.
1 agosto, 2025
Grande Albert! he vuelto a esos pasillos por unos minutos. enhorabuena!
3 agosto, 2025
Los pelos de punta al leer tus palabras, que sólo entenderán los que gracias a ellas hemos vuelto a nuestra niñez. Aquellos maravillosos años.
3 agosto, 2025
Que grande. Que recuerdos mas bonitos, se me saltan hasta las lagrimas. Que penita qye se marchen de un lugar tan idilico y con tantos recuerdos con nuestras fotis en esos pasillos.
5 agosto, 2025
El tiempo cabalga a lomos de nuestros recuerdos, se puede comprobar en este bonito y bien ilustrado artículo con el que Alberto nos obsequia, y que más que un trabajo literario parece un documento gráfico que actua como máquina del tiempo que nos transporta a tiempos pasados, para algunos demasiado pasados, y que aún no habiendo estado en ese mismo colegio hemos estado en otro y los recuerdos y los sentimientos salen igualmente a nuestro encuentro. Quién recuerda su infancia y el tiempo de formación con cariño e incluso con añoranza, recordará de igual forma las sucesivas etapas de su vida.
Gracias Alberto por activar nuestro “disco duro” para viajar al pasado por unos momentos, aunque a veces, por su lejanía, sea un pasado en blanco y negro.