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Del fuerte al Scalextric terminando en el barco pirata de Playmobil

En buena medida, si soy monárquico es por los Reyes Magos. Y mira qué no siempre me trataron bien. Hasta en cierta ocasión me echaron carbón, eso sí, “carbón dulce”, una especie de pedrusco de azúcar que durante muchos años presidió la estantería de mi habitación ¿como metáfora de los sabores agridulces de la existencia? La verdad que era útil como pisapapeles y, ahora que lo pienso, clave en mi inclinación hacia el pensamiento filosófico.

Pero no nos pongamos rencorosos. Hasta por dos veces Melchor me trajo un fuerte. Los lectores del Baby Boom compartirán estos entrañables recuerdos. Claro que, hijo de familia numerosa al cabo, no era el Fort Comansi del anuncio, con sus  virguerías y detalles. Los dos míos eran de madera y clavos, made in Valencia, en concreto, en el garaje de algún mañoso levatino (básico).  Venía con cuatro soldados, cuatro indios y un cactus para hacer ambiente, insuficiente para recrear las grandiosas batallas de miles contra miles que yo tenía en mente. Pero qué buenos ratos pasé con los fuertes.

Me críe en un tiempo donde aún vendía bastante el héroe bélico. La IIGM persistía en un no parar de películas épicas, con los protagonistas (los que lograron salir) aún vivos. Estaba muy presente, y más en la España de Franco, donde ser militar era la más noble aspiración de cualquier niño español que se preciara. Todo estaba lleno de héroes. Así que mis mañanas de reyes fueron un sinfín de rifles, colts, sables… Qué buenos ratos me pasaba emboscando a mis hermanas e inflándolas a tiros.

Otros juguetes míticos de la época. El Magia Borrás. La caja venía con varita y cuatro trucos básicos para cuyo desempeño había que ser el mismísimo Harry Poter. Yo me especialicé en un cubilete con doble fondo, pero con tan poca gracia que, aburridos de las soporíferas sesiones del niño levantando cubiletes, mis padres terminaron por esconder la caja mágica en lo más alto del armario.

El Cheminova marcó otra fase de mi infancia. Junto con mi pobre amigo y compañero de aventuras Josep, que no viviría 20 años (maldita sea), montamos un laboratorio en la buhardilla de casa. Josep era un tío mañoso y arriesgado, él sí era un héroe de verdad verdadera. Una vez jugando al escondite se escondió colgando del balcón por la parte de fuera (un octavo piso, informo). Cuando cansados de buscarle nos rendimos casi me da un infarto al ver aparecer su cabecita rubia por detrás del balcón. El caso es que tendimos cable por el patio de luces, electrificamos la buhardilla y metimos el laboratorio Cheminova en producción. El juego venía con una veintena de frascos de sales, que si permanganato de esto, hipoclorito de lo otro y el aviso de “no comer” (imagino que venderlo hoy a los niños son 30 años de cárcel)… Siguiendo las recetas logramos completar alguna cristalización. Pero era aburrido. Más divertido resultaba cocer lagartijas muertas en tubos de ensayo. Una vez, por serendipia, logramos plastificar una. Quedó como una goma, la pobre lagartija. Niquelada.

Pero el juguete que marcaba clase social era el Scalextric, que hoy se sigue vendiendo como “lider de referencia en el mundo del slot“. Yo creo que tras unos años especialmente malos, mi padre, después de todo abogado y funcionario, o sea, de situación acomodada, logró juntar unos duros y ese enero Baltasar, el que traía los regalos molones (excursus: mi padre sostenía con total seriedad que si en España no había racismo era por el rey Baltasar, no porque no hubiera negros), finalmente  se avino a echarme uno. ¡La leche! En toda vida humana habrá no más de 10 momentos en que alcanzas la dicha en plenitud y allí estaba la enorme caja. Con sus pistas negras, su transformador gris y dos Matras Simca.

La plenitud es engañosa. Cuando terminé de montar las pistas aquello era una especie de “B” que cabría en un metro cuadrado. Era el paquete básico. Nada que ver con el interminable circuito de la tele y sus ocho carriles y decenas de coches, padels, peraltes y tramos elevados… Al menos funcionaba. Scalextric era un juguete inglés inventado en los años 50 y distribuido en España por la marca Exin. Y llegados aquí toca hablar de otro mito, el Exin Castillos. Aún hoy en las casas con solera aparecen de vez en cuando ladrillos de plástico en los más recónditos rincones. Aquella mampostería de plástico tenía vida propia.

Y también tuve un Geyper Man con ametralladora pesada M2, que en lugar de balas parpadeaba lucecitas. Y cajas de lápices Alpino cortesía de los reyes para con mi abuela materna, maestra ella, siempre empeñada en juguetes pedagógicos que, en realidad, tenían muy poca gracia. Aunque para fiascos los pañuelos que Gaspar se empecinaba en dejarme en casa de mi otra abuela. ¿Pañuelos? ¿Es que alguien ha jugado jamás con pañuelos?

Mis abuelos no tuvieron Reyes Magos. Hoy nos parece que ha habido juguetes siempre. Lo cierto es que la tradición de regalar juguetes por Epifania parece proceder de América, de mediados del XIX. En España en 1866 la ciudad de Alcoy celebró la primera cabalgata, a finales de siglo se incorporó la costumbre de hacer colectas para comprar juguetes y golosinas para los niños pobres. La fiesta se consolida en Sevilla en 1918, año que marca el despliegue de la tradición tal como la conocemos. Hace un siglo, los niños a los que los reyes echaban unos caramelos, zapatos nuevos o un jersey, podían considerarse “unos pijos”. Los juguetes eran cosa de noblecitos y terrateniencillos; el común se lo montaba a partir de tarugos de madera e ingenio. Por eso mis abuelas consideraban que, puestos a pedir cosas a los reyes, había que pedir “cosas útiles”.

Concluyo. Luego he tenido la enorme suerte de ser padre y de vivir en cara ajena la ilusión de la Magia. Además he vivido buenos tiempos, años en que la tecnología permite hasta a los proletas sacarse de la manga juguetes que los de mi quinta solo veían en las pelis de James Bond. También he pasado malos ratos. Un año mi hijo pidió el barco pirata de Playmobil. Y se lo echaron, y además completito que venía, el cabrón de juguete. Esa mañana en particular, quien escribe padecía una de las peores resacas de la historia de las resacas. Tras dormir dos horas, con dedos temblorosos y micro-infartos cerebrales en cadena, me tocó enfrentarme a todo un revoltijo de trinquetes, masteletes, chicotes, gavias y cuadernas, mientras mi mujer (igualmente damnificada por la noche de autos) procuraba no pasar por ahí alegando múltiples menesteres y mis hijos me miraban entre impacientes y con los ojos teñidos de contrariedad y menosprecio.  ¿Será posible que este manazas no sepa ahora montar un barco de juguete? ¿En qué manos estamos?, parecían decir los angelitos (mientra yo me ciscaba uno por uno en la familia y muertos del creador de tamaño engendro). Como padre he tenido días mejores. De hecho, para mí, aquí y ahora, no hay héroe mayor que un padre/madre que en similares circunstancias resuelve el juguete en 10 minutos. Esos sí son héroes y los demás una panda fantasmas…

Author: Luis Besa

Luis Besa. Periodista,

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