Los últimos acontecimientos políticos han vuelto a dejar en evidencia la fragilidad de una legislatura amenazada por el chantaje permanente de una minoría parlamentaria al Gobierno de España, por los casos de corrupción y por los episodios de acoso sexual. Los independentistas catalanes conservadores han reiterado, una vez más, su actitud de desprecio y falta de respeto institucional hacia un Gobierno que ha admitido, por boca de su presidente, incumplimientos con esa formación política y que se ha apresurado a efectuar guiños mediante la aprobación de un decreto que incorpora algunas de esas medidas, en un intento de reactivar la legislatura.
La mayoría de los españoles desconocemos el alcance real de esos acuerdos, pero cada vez desconfiamos más de la cordura política y algunos deseamos, por el bien de todos, que no lleguen a buen puerto, ya que, atendiendo a los antecedentes, cabe temer lo peor. No obstante, la portavoz independentista se ha apresurado a recordar que les da igual lo que diga o haga el Gobierno: “la legislatura está bloqueada”, en un gesto de pretendido cariño y generosidad.
Nuestro Gobierno, una vez más, ha sido humillado y se ha arrastrado ante intereses espurios. Antepone sus propios intereses a los del conjunto de los españoles como moneda de cambio para mantenerse en el poder. Esta dinámica no es solo políticamente insostenible; es democráticamente inaceptable. El Gobierno de España es el gobierno de todos los españoles y debe defender por igual los intereses de todos los ciudadanos, con independencia de su territorio, lengua o sensibilidad ideológica. No puede permanecer rehén de un grupo cuyo objetivo declarado es avanzar hacia la ruptura del Estado y que utiliza cada votación parlamentaria como instrumento de presión. Ceder reiteradamente a ese chantaje no solo erosiona la capacidad de gobernar, sino que degrada la dignidad de millones de españoles que ven cómo se subordinan sus derechos al tacticismo de una negociación opaca y a intereses que no responden al bien general.
Resulta incomprensible que el Gobierno de un Estado soberano acepte negociaciones fuera de su territorio, en materias competenciales propias, con un prófugo de la Justicia, bajo mediación internacional, y que un expresidente legitime y participe en esa interlocución. No se trata solo de una cuestión de respeto a nuestro marco de autogobierno, sino de dignidad hacia el conjunto de los españoles.
En este contexto, abrir la puerta a una financiación singular para Cataluña, al margen del principio de igualdad, perjudicaría gravemente a las comunidades de régimen común, entre ellas Castilla y León, y se sumaría a otras cesiones —lingüísticas, competenciales en materia de inmigración o jurídicas— que erosionan derechos y minan la equidad. La amnistía y la desfiguración del delito de secesión responden más al sostenimiento de apoyos parlamentarios que a una defensa responsable del Estado de Derecho.
El presidente del Gobierno merece nuestro respeto institucional, como toda persona que ocupa la Jefatura del Ejecutivo y ejerce como presidente de todos los ciudadanos españoles, se le haya votado o no. Ese es su papel institucional. Pero ese respeto debe ser recíproco: él es el principal garante de la dignidad institucional de su país, en su sentido más amplio. El presidente tiene la responsabilidad política de articular un programa de gobierno que dé respuesta a los grandes retos del país y de garantizar el decoro de su acción de gobierno, así como de recabar una confianza parlamentaria mayoritaria que le permita gobernar y respaldar un plan de acción sustentado en unos presupuestos realistas. El cortoplacismo de quienes, con sus exigencias, pretenden extraer privilegios y debilitar al Estado es siempre un mal compañero de viaje para cualquier objetivo de Estado. La defensa de esa dignidad institucional debería fundamentarse en convicciones firmes y en la delimitación clara de las líneas rojas de la acción de gobierno, siempre supeditadas al marco que establece nuestra Constitución vigente.
Cabe preguntarse, en este contexto, dónde se encuentra esa mayoría silenciosa que conforman los militantes socialistas, aquellos que en su día decidieron afiliarse por compromiso con la defensa de un conjunto de valores y principios para respaldar la acción política de su partido. Con su silencio, están renunciando a defender su propio legado y contribuyen a desdibujar a un partido que ha sido decisivo para hacer posible la Transición democrática y la modernización de España. Un partido con vocación de Estado no puede convertirse en rehén de su propia aritmética parlamentaria para mantenerse en el poder ni permanecer impasible ante los escándalos de acoso y corrupción que se generan en su entorno. El partido debe ser capaz de mirar al conjunto de la Nación y no solo a sus socios coyunturales, a quienes corresponde, por su falta de compromiso para facilitar la acción de gobierno y por la desafección política que generan, una responsabilidad compartida.
Puede entenderse que, para una parte significativa de los socialistas con carné —cuyo número ha disminuido de forma notable en los últimos años—, la identidad política se convierta en una identidad personal ligada a una posición emocional que inhibe la capacidad crítica —siguiendo la doctrina de Daniel Kahneman—. Sin embargo, con ello se renuncia a algunas de las grandes fortalezas históricas del PSOE: el debate interno y la autocrítica, la credibilidad y la solidez ante la sociedad, y la generación de capital humano capaz de afrontar los retos políticos futuros. El populismo es siempre una opción de riesgo, que puede producir efectos contrarios a los deseados, aunque se disfrace de un pensamiento romántico de izquierdas que, en realidad, no lo es, ya que, como demuestra la historia, no ha contribuido al avance social ni al fomento de la equidad.
España no puede sostenerse sobre concesiones que vulneran el interés general ni sobre un Gobierno sometido a presiones diarias que cuestionan su legitimidad. Cuando las reglas del juego se alteran por exigencias ajenas a la lógica democrática, la única respuesta responsable es convocar elecciones.
Convocar elecciones no es una muestra de debilidad, sino un ejercicio de respeto a los ciudadanos, a la igualdad territorial y a la solidez institucional. Solo devolviendo la palabra a la ciudadanía podremos recuperar la estabilidad y la dignidad democrática. España merece mucho más que un Gobierno condicionado y cautivo de los escándalos del día a día: España merece respeto.















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