Andaba yo buscando el origen de la tradición de poner la bandera arropando a la Virgen del Carmen, en la hornacina del Acueducto y resulta que lo tenía en casa. Fue el tío, el tío Cirilo Rodríguez —en mi familia sí hubo un periodista bueno, ya ve— el primero en abrazar la figura en plena década de los cincuenta y siempre en Santa Bárbara.
El invento no fue solo del activo reportero, que aquellos eran varios jovencitos del Grupo de Montaña amparado por el Frente de Juventudes (si, era la única organización que había entonces) enamorados de la escalada y a los que que además les gustaba bailar en grandes salones, que encontraron un modo de hacer ambas cosas mientras fabricaban, sin saberlo, una costumbre. A ver si le suenan los nombres: Cirilo Rodríguez, Juan Bautista Mullor, Mariano Núñez, Pepe Cubillo y Carlos Segovia.

De izquierda a derecha, Casimiro Jiménez, junto a tres de los ‘inventores’ de la tradición de la bandera: Cirilo Rodríguez, Juan Bautista Mullor y Mariano Núñez.
Las cifras sobre el año exacto de la primera vez bailan entre 1952 y 1954 según se pregunte a los que eran cadetes en la época—los que estudiaron en el 51 que hemos encontrado dicen que no se hacía, los del 53 que ya sí había bandera pero creen que no la colocaban ellos y los del 57 que ya eran los cadetes los encargados— o a alguno de los “inventores” de la tradición que tampoco acaban de ajustar el año exacto.
Hablamos en cualquier caso de los primeros años de los 50, cuando un militar destinado en la Academia, Camiruaga, se ponía en contacto con Cirilo Rodríguez para retarle a que los del Grupo, como expertos montañeros —los cadetes no recibían entonces instrucción en escalada ni tenían equipo específico— colocaran alrededor de la Virgen del Carmen, en mitad del Acueducto, una bandera y un ramo de flores en plena noche de Santa Bárbara.
El grupo dijo sí, que para ellos un descenso de treinta metros era una cosa sencilla y la compensación resultaba muy interesante: invitaciones para asistir a los bailes de gala que se celebraban —aún lo hacen— en la Academia, en Santa Bárbara y en los jardines del Alcázar, en verano. Todo un aliciente para un grupo de veinteañeros que lograba así acceso a unas fiestas que eran todo un acontecimiento social en la ciudad, según recuerda Juan Bautista Mullor.
La cosa se hacía con mucha discreción que el “comando” acudía al bar Casa Ricardo —en la esquina izquierda del Azoguejo con San Francisco— y esperaban por lo menos a las 11 de la noche “cuando ya casi no quedaba nadie” para colocarse los atalajes de escalar (chaquetilla, pantalón “bávaro” y botas), enrollarse sus cuerdas de cáñamo y atacar el monumento por el Postigo y llegar al centro, donde había una argolla —“¡una argolla clavada en mitad del canal!— a la que fijaban las cuerdas antes de descolgarse hasta la hornacina. “La virgen tenía una especie de balconcillo que nos complicaba la tarea, pero nos las apañábamos. Atábamos la bandera por detrás y en un hueco de la figura colocábamos las flores”, explica Mullor. Después, rapel “que es más fácil bajar que volver a subir”. Había nacido una tradición.
Mientras, la ciudad interiorizaba la presencia de la bandera con cierta normalidad y pocas preguntas, pese a que nadie se hacía responsable oficialmente del acto y las autoridades ni se inmutaban ante la nueva vestidura que lucía la imagen.
La actividad de los civiles se mantuvo varios años, aunque el último se dieron un buen susto, que mientras hacían el descenso desde la hornacina, se encontraron de frente con los máximos responsables de la Academia, al parecer no del todo enterados de los entresijos del asunto, que preguntaron a los escaladores si eran cadetes. “Les dijimos que sí y salvamos la situación”, recuerda el que hoy es presidente de la federación de asociaciones de vecinos.
Quizá por el susto ese o por cansancio, al año siguiente, ya en la segunda mitad de la década, pidieron a la Academia que nombrara a algunos alumnos para hacer el descenso y aunque los montañeros dejaron de descolgarse, siguieron subiendo durante varias ediciones a lo alto del monumento para proporcionar apoyo técnico y equipo a los estudiantes elegidos para cambiar la bandera, que ya se ha dicho, lo de escalar no lo dominaban entonces. La tradición estaba rematada y se convertía en netamente castrense.
Seis décadas después, el Ayuntamiento ha decido dar una vuelta de tuerca al acto y planifica sustituir las cuerdas por la autoescala de bomberos, para preservar el monumento y salvar el desgaste de la imagen de la virgen, argumentan, además de retirar la bandera cuando los militares acaben sus fiestas patronales en vez de dejarla todo el año para evitar el desgaste de la figura y las quejas de foráneos y locales que afirman que reciben en el Consistorio.
No tengo que recordarle el revuelo que se ha montado. Y todo, ya ve, porque a Cirilo Rodríguez, Juan Bautista Mullor y compañía les gustaba bailar vals con las jovencitas de postín que acudían a los bailes de la Academia.
















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