Reza el dicho, que la IA atribuye bien a moralistas chinos o a la mismísima Biblia… Y es lo que pienso de la condena a Álvaro García Ortiz. Por cosas de la vida tengo amigos comunes (por cierto, nada sospechosos de progresía) con el ex fiscal general, y un día hace muchos años, cuando empezaba de fiscal, me lo presentaron. Dicen de él que es un buen tío, a mí también me dio esa impresión, por lo que lamento lo que le está pasando en lo personal.
Dicho lo cual, y a la vista de la sentencia y por la experiencia que da el llevar 30 años de periodista, creo que efectivamente el hombre filtró información confidencial protegida por la ley. Delinquió. Ya pueden decir misa los cinco periodistas llamados a declarar, su derecho a no revelar las fuentes les inhabilita como testigos veraces. No es creíble que una filtración llegue a la vez a un grupo seleccionado y tan variopinto de periodistas, y tan oportunamente para el Gobierno, sin la activa colaboración del gabinete de confianza del fiscal general, quién tampoco negó la acusación de filtrado a la fiscala de Madrid -“eso es lo de menos”. El que reclamara los correos, el borrado de datos, el silencio a preguntas de la acusación particular… Todo le incrimina. Culpable es…
Si bien en realidad, el meollo de la cuestión es que el pobre hombre, solo intentó cumplir con su obligación y salir al paso de una mentira con la que Isabel García Ayuso intentaba defender a su novio, mascarillero de profesión, defraudador a la Hacienda Pública y que presuntamente vampiriza los fondos públicos de esto dado en llamar “sanidad público-privada”. Isabel, tu novio es una “joya”.
Frente a quienes creen en conspiraciones, yo afirmo que el motor del mundo es la torpeza, la chapuza. Y García Ortiz fue bastante chapucero y se saltó líneas rojas. Y ahora le toca pagar. Otra cosa es que hay ya tantas líneas rojas en lo tocante a la protección de la confidencialidad que, a día de hoy, bien parece que estamos todos con la ley en contra. Hay tantas leyes, tantísimos reglamentos, que costaría encontrar en este país a alguien limpio de polvo y paja. Todos estamos a un paso del puro. Y esto es lo que me parece esencial en este caso: se hacen tantas leyes que, al final, hasta resulta ilegal descarar al mentiroso. No hay buena obra sin castigo.
En el fondo está el problema de la confidencialidad en la justicia. Un día nos llegó, vía oficial, una sentencia sobre una macrocausa contra decenas de magrebíes partícipes en un entramado para cobrar el paro. Como es doctrina anonimizar las sentencias, el documento integraba párrafos enteros de iniciales A.A.B. A.B.A. B. B. M. B. C. B…. Parecía un documento cifrado de los servicios de inteligencia. Otros párrrafos venían directamente tachados con Típex. Absurdo. No había quien se enterase de nada.
Eso en una sentencia, documento público por definición, igual que un juicio. Que parece que volvemos a los tiempos de la Santa Inquisición, con tribunales anónimos y castigos secretos. Y uno piensa que la confidencialidad en un documento público debería ser la excepción, y no la norma, como pasa hoy.
La publicidad es inherente a la Justicia. Señalaba Kant que “son injustas todas las acciones que se refieren al derecho de otros hombres cuyos principios no soportan ser publicados”. Para saber si es justo o no una intencionalidad política o una ley, hay que sacarla del secreto y ponerla a la vista de todos. Además, está el carácter ejemplarizante del castigo a la transgresión. No entiendo porqué hay que proteger con el anonimato a quien se pasa las leyes por el forro, sea o no su intención última mala, buena o regular.
Tiempo atrás ABC publicaba una sección titulada “La picota del gamberro“. Allí constaban con nombres y apellidos los autores de tropelías, ya fueran adolescentes sin cabeza u opositores al régimen de Franco pillados pintando en una tapia “Franco dictador” (como fue el caso de mi buen padre, que sale en un picota del año 56). Hemos pasado de un exceso ejemplarizador a la protección de la reputación del delincuente. Hoy, tu vecino puede ser un pedófilo condenado en firme, y no te enteras. Un fiscal no debería ser castigado por decir la verdad, ni la ley debería velar por la “reputación” del que nos roba.













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