Regreso a mi columna quincenal después de haber batido en la anterior el récord de comentarios de mis apreciados lectores. Pasé el otro día a revisar la publicación y me encontré con 36 respuestas: por un momento pensé «joe, sí que les ha interesado, Alberto», pero luego las leí y no tenían nada que ver con mi texto. Fue una ilusión pasajera, como cuando miraba las notas de un examen en el tablón de la universidad y había aprobado porque mi dedo al seguir mi nombre en el papel y dirigirse veloz a la calificación se había desviado hacia una fila más abajo, ese lugar en el que la inteligente de la clase sacaba un diez, unos cinco o seis puntos más que yo.
Bueno, que me lío. Hoy vengo a contarles que me encanta todo aquello que está en segundo plano, lo que no vemos y lo que erróneamente damos por hecho. Si lo pienso, casi todas mis columnas van sobre eso. Me he encasillado igual que Tarantino con la violencia, Vinicius rebozándose por el césped o como la vicepresidenta Montero subiendo impuestos sin que nos enteremos. Mientras que no reciba una amonestación del director del Acueducto2, seguiré por ahí, aunque se rumorea que la primera está al caer.
De pequeño ya se notaba mi afición por lo que no es protagonista a ojos de la gente. Si alguien viera mis álbumes de fútbol de los noventa, pensará que me di un golpe en la cabeza en el recreo. Cuando daban a elegir entre dos cromos para colocar en el mismo espacio, imagínense Ronaldo o Eskurza, Butragueño o Dubovsky, o Zubizarreta o Angoy, yo siempre elegía al que no jugaba nunca, ese que como mucho lo veías un día suelto saliendo al campo en el minuto 89 pegando un sprint hacia la nada. Pensaba «buah, este ya podrá decir a sus hijos que jugó un minuto en el Camp Nou, la de anécdotas que le saldrán del momento» y me parecía que en ese minuto había un relato mil veces más atractivo que el de quien triunfa y mete tres goles. Igualmente me pasaba en los concursos de la televisión; ustedes me censurarán cuando sepan que en Operación Triunfo 1, que todos lo vimos, no se me hagan ahora los duros, mi energía la malgasté sentado en el sofá pidiendo que no echaran a Juan Camus… Han leído correctamente, ¡a Juan Camus! Cantaba tan mal, pasaba tan inadvertido y estaba tan claro que era el peor de los concursantes, que mi manera de homenajearlo era deseando que avanzara en el concurso y soltar alguna frase ilustre y rancia en plan «el jurado sabe más que nosotros y algo le verán». Si lo hubiera pillado mi profesora de música del colegio, ya les hablé de ella, lo habría bateado con la flauta hasta quitárselo de su vista.
En fin, si les hablo de esto es porque hace unas semanas vi una escena que me gustó mucho y que se estila poco. Estaba en octubre en la boda de unos amigos —a los que les deseo lo mejor, que coincide además con lo que se merecen, Borja y Amparo— en el Restaurante Zibá (Segovia), y cuando estábamos ya sentados en las mesas, Rocío Ruiz, directora del local, cogió el micrófono y presentó en conjunto a todo el equipo que trabajaba en la celebración: camareros, cocineros, ayudantes… Salieron al salón un momento, saludaron, se les aplaudió y cada uno volvió a sus obligaciones. Hay en ese gesto un ataque frontal contra el dar por hecho las cosas y contra la creencia de que no es necesario reconocer el trabajo porque en sí es una obligación hacerlo bien. Pero sobre todo hay una búsqueda de poner encima de la mesa el esfuerzo de los demás —en este caso de tus empleados—, en recordar de una forma muy natural que detrás de ese menú, de esa decoración, de esa barra libre, hay una plantilla que hace su labor para que otros disfruten y celebren, y mostrarlo es la mejor manera de valorar al equipo, situarlo en el lugar merecido y recordar que a todos alguna vez nos gusta que nos digan que ese tiempo que dedicamos en algo que disfrutarán más otros que uno mismo valió la pena.
En esta era digital donde todos vamos corriendo a las redes sociales a contar lo malo, lo que nos molesta, y si es dejando hundido al de enfrente mejor, quizás es buen momento para darle un giro al argumento y que las energías se nos vayan en señalar, con el dedo bien estirado, a quienes trabajan discretamente no solo cuando vienen mal dadas, como hemos visto ahora en Valencia, sino en el día a día, que es cuando creemos que menos brillan las luces porque siempre están ahí.
Feliz domingo, queridos lectores/as.
17 noviembre, 2024
Precioso el texto. Totalmente de acuerdo!!