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Las líneas rojas y otras rufianadas

El gran triunfo de los asesores políticos, además de que cobran más que sus superiores y en esta última legislatura han florecido con el dinero público que “no es de nadie”, ha sido inculcar que el éxito en la política pasa por combinar una buena oratoria, dividir y convencer a su electorado de que lo correcto es estar continuamente borrando las líneas rojas de su ideología y moverlas hacia adelante.

Si en un debate entre amigos en julio de 2023, uno de ellos explicara a otro los motivos por los que votó al PSOE, y esa conversación se repitiera en estas semanas, esa persona no tendría ninguna razón para seguir apoyando a los de Ferraz. Lo único que le saldría decir es que votó por unas ideas, no se ha cumplido una suelta ni por azar y ha perdido la confianza. Y no pasaría nada ni habría culpables, porque esa es la definición de la democracia: apostar por unas ideas, seguir apoyando al gobernante si se ejecutan y castigar si es lo contrario. Pero esa lógica ha desaparecido y los argumentos racionales quedan en segundo plano respecto a la amenaza de la alternancia política y la obligación de parecer seres de luz en las redes sociales con los del mismo rebaño.

Igualmente, si en esa conversación ficticia hubiera un votante del PP que ahora con mucha vehemencia critica la corrupción socialista y disfruta con un buen cubo de palomitas los escándalos de Ábalos, Leire, Koldo, súper Santos Cerdán, Aldama, el SEPI, Plus Ultra, hidrocarburos, escándalos sexuales…, debería mirar para atrás y recordar si en aquel 2018, con la Gurtel, la Púnica, las escuchas policiales y otros delitos, hubiera seguido votando a los populares porque ‘los otros son peores’. De Podemos y Ciudadanos perdonen que no gaste mucha tinta, está todo dicho ya. Pero lo peor de ese encuentro, y es ahí donde los gobernantes han sabido inculcar el veneno al electorado, es que si hablan de política uno de izquierdas y uno de derechas, ambos van a partir de la premisa de no querer estar de acuerdo en nada con el contrario e irán adaptando su discurso a partir de las diferencias con el otro. Porque el centro político, ese espacio donde descansaban en paz asuntos como el trabajo, el terrorismo, las pensiones o la seguridad ciudadana, se han esfumado.

Sobre la oratoria, nadie representa mejor la esquizofrenia sociopolítica que vivimos que Gabriel Rufián. Con frecuencia leo mensajes en redes sociales de gente de izquierdas que reacciona a sus discursos en el parlamento con frases como «ojalá más gente como Rufián», «si pudiera votar en Extremadura a Rufián lo haría» y otras lindezas de desubicado. El catalán hace un triple tirabuzón que acoge a grupis huérfanos de heroísmo por la izquierda, ahora que el gobierno más feminista de la historia está lleno de escándalos sexuales que tapa, el más progresista te ha subido en más de 2.000 euros anuales los impuestos desde que mandan, y el más limpio saca la ropa aún más sucia de la lavadora. Rufián, miembro de un partido xenófobo de manual, es capaz de criticar el precio de la vivienda, de los productos básicos o mete en el debate la preocupación por el aumento de determinados delitos en los barrios, y a la vez apoya con sus votos a quien lleva siete años dirigiendo este país y no ha propuesto una sola solución cuerda para atajar esos problemas. Y la reacción del votante, en vez de buscar la relación discurso—consecuencia, es que qué buen político porque mira cómo habla.

Esto, aplicado al gobierno de Sánchez —con el apoyo inestimable de los ‘abajofirmantes’ de la prensa dependiente española— viene a recordarnos que no se pueden gobernar asuntos serios en este país únicamente bajo el argumento de ‘o conmigo o con la ultraderecha’. La política es algo mucho más grande y más complejo que un eslogan creado por un iluminado de la comunicación, y el presidente se ha rodeado durante estos años de fanáticos de militancia sin ninguna experiencia profesional en el ámbito que dirigen, salvo excepciones como el ministro de Economía, Carlos Cuerpo. Los socialistas que han discrepado y se han mantenido firmes en el mismo lugar ante tanta ida y vuelta ideológica, como Tomás Gómez, Soraya Rodríguez, Emiliano García-Page, Javier Lambán (ni un triste ministro acudió a su homenaje), Jordi Sevilla o mi querido compañero de columna, Juan Luis Gordo, terminan convirtiéndose en traidores y supuestos “aliados” de la derecha porque no comulgan con el líder. La vida al revés.

Ya no se trata de ideología, sino de preguntarnos si quienes están al volante tienen unos mínimos conocimientos y están capacitados para gestionar este país en vez de mirar hacia otro lado con la corrupción que hace siete años era intolerable y ahora «no me hablen de esos señores que no los conozco de nada».

Feliz domingo, queridos lectores/as.


 

Author: Alberto Martín

Profesor universitario y escritor

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