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Donde nos lleva la imaginación

Paseando por Campo del Sur, en Cádiz, me encuentro un colegio que lleva el mismo nombre. Todos los años recorro ese trayecto camino de la Caleta y de la gastronomía andaluza, que espera en algún rincón cada vez menos escondido del barrio de la Viña. Todavía no han empezado las clases. Es principio de septiembre y esas paredes se llenan de docentes intentando entender la última actualización curricular que habrá impuesto algún político caprichoso que no tiene ni idea de lo que pasa dentro del aula. Tal vez los profesores, en esa situación de desamparo en bucle, también estén tentados de saltarse al legislativo, como avisa entre risas nuestro amado presidente.

Pero al pasar por allí no pienso en eso; discúlpenme queridos maestros, soy un irresponsable. Lo único que me preocupa realmente es saber cómo podrán concentrarse los alumnos que estén más cerca de la ventana, ya que a escasos diez metros están siendo observados con descaro por el océano Atlántico. Ese azul marino tiene que despistar más que cuando hacías un examen y la profesora se ponía detrás de ti para ver qué escribías; tu obligación era seguir contestando, pero tus ojos solo miraban de refilón atrás, a ver si ella seguía ahí, taladrándote en silencio y vaticinando un descalabro en forma de suspenso… uno más.

Cuando era pequeño y los años de colegio duraban una eternidad, deseaba que me tocara un pupitre pegado a la ventana. Las vistas que podía tener oscilaban entre el patio interior de las Concepcionistas, un muro desgastado o los árboles de una de las parcelas que aguantan en pie junto al paseo de los Zuloagas. El material para distraerse parecería no ser el mejor, pero sí suficiente para dejar de mirar a la pizarra e inventar lo que pasaba afuera mientras permanecíamos retenidos contra nuestra imberbe voluntad. ¿Qué harían los adultos a esas horas? ¿Caminaba alguien justo por debajo de mi ventana? ¿Adónde iba?, o la más terrible, ¿se lo estaría pasando bien un chico de mi edad en Educación Física mientras yo debía aprender la diferencia entre el Paleolítico y el Mesolítico? Eran preguntas que consideraba que la humanidad necesitaba de sus respuestas. Si el docente se ponía de espaldas a los alumnos, aprovechaba para levantarme y echar un vistazo rápido y, a poco que viera del exterior, me valía para seguir pensando en las Batuecas hasta que mi cuerpo vibrara levemente con el sonido celestial del timbre. Por eso, al observar esas ventanas en Campo del Sur apuntando con precisión al mar, imagino a los chavales asintiendo con la cabeza a las lecciones magistrales mientras piensan en las aventuras que podrían vivir a tan solo unos metros.

No hay nada que salve más de la realidad que el poder de la imaginación, y en pocos lugares, además de en una ventana frente al Atlántico, se encuentra como en los libros. Por eso me sigue maravillando entrar a las librerías y ver a niños y niñas que, mientras los mayores compran los libros de texto, cogen los cuentos, los abren y leen un fragmento o miran las ilustraciones concentrados en sus personajes. Les pregunto a los hijos de amigos y a todos, en esa edad en la que todavía tienen la suerte de no aspirar a ser adultos, lo que más les gusta del mundo es leer.

Sospecho que algo de todo eso se pierde en la adolescencia, cuando el papel es aniquilado por los teléfonos móviles y por las redes sociales, pero bravo por esos padres, esas madres, esos abuelos, que llenan las casas de libros infantiles y juveniles que serán en el futuro mucho más que un simple decorado: la base para que la cultura, la imaginación y las letras se transformen en botes salvavidas a los que subirse cuando las cosas no vayan tan bien como desearíamos.

Feliz domingo, queridos lectores/as


Author: Alberto Martín

Profesor universitario y escritor

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