Ustedes creen —y yo lo haría también— que escribo desde la imaginación y que me invento lo que les cuento cada quince días. Sin ir más lejos hace unas semanas les relaté que vi a un niño parar un tren de Cercanías con sus manos sin tocarlo. Pues bien, una amiga que se acercó con su hijo al Metro en Madrid me contó que el crío había hecho algo parecido y que igualmente logró detenerlo.
Cada vez somos más los que nos fijamos en los detalles; abran bien los ojos que los siguientes serán ustedes, queridos lectores, y entonces se arrepentirán de no haberme hecho caso.
*Esperando un avión el otro día escuché a un chaval preguntarle a su madre si su padre sería capaz de pilotar uno. El tipo estaba allí también, podrían haber tratado el tema directamente, pero usaron a la mujer como mediadora como si en la respuesta ambos tuvieran más que perder. Al principio ella dudó, tanto su marido como el crío la miraban expectantes: uno suplicando en silencio que lo dejara como un superhéroe y el otro exigiendo la verdad por dura que fuera. Si va a mentir a su hijo que no sea con algo tan importante como llevar a doscientas personas en un avión de Madrid a Londres, porque puede pedir pruebas a cambio de su confianza. La madre se decantó por abandonar a su suerte a quien juró fidelidad en el altar; a la primera complicación vital como fue reforzar la idea a un niño de que un padre puede con todo, se derrumbó el castillo de arena.
El chaval no pareció sorprendido, lo sospechaba. Pero no contento ahondó en el tema: «¿y el abuelo sabe pilotar aviones?» Este va a probar con todo el árbol genealógico hasta que escuché lo que quiere, pensé. Y a la segunda acertó: su madre le dijo que sí, que el abuelo había sido piloto durante muchos años. «No fastidies», estuve a punto de decirle. Esa sí que no me la esperaba, y el niño tampoco, que quiso saber más. «Pero si te lo he contado muchas veces», se extrañó la madre, obviando que era probable que cuando lo hizo su hijo estuviera en la luna, un lugar mucho más lejano del que alcanza cualquier avión, que te convierte en astronauta y al que a veces es conveniente acudir para coger fuerzas en este mundo raro.
*Unos turistas intentan hacerse la foto perfecta ante uno de los monumentos más importantes de la ciudad. La imagen se terminará perdiendo entre cambios de teléfono y nubes que tarde o temprano fallarán y nos borrarán la memoria digital. La foto la tienen que repetir varias veces porque uno de los niños está poniendo caras raras todo el rato. El padre va perdiendo la paciencia. En un nuevo intento, todos salen como si estuvieran posando en la Zarzuela menos el pequeño, que pone ojos de chino y abre mucho la boca. Así como tres o cuatro veces, él se mantiene en sus trece y no cede a la presión. Cada vez que van a comprobar el resultado se enfadan más al ver al niño hacer el tonto, que es la única actitud seria obligatoria a su edad. Sus padres y sus hermanos no se dan cuenta de que se está mostrando tal como es, como quiere salir en la foto que mandarán al grupo de WhastApp familiar, y no como los demás desean que aparezca. Hay más verdad en esos ojos rasgados de un europeo jugando a ser asiático que en la pose de felicidad de los adultos, más pendientes de una perfección que no existe y que jamás verán ni siquiera de lejos. Esa debería ser la foto ideal, la que sacara lo mejor de lo que somos, no de lo que fingimos ser, y que rara vez tiene algo que ver con lo que se percibe a simple vista.
Feliz domingo, queridos lectores/as.
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