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El día que nos desenchufaron

Foto: David Esteban. Escobar de Polendos

No sé vosotros, pero yo ya tengo edad suficiente como para saber que la oscuridad no viene sola. Trae preguntas. A veces también miedo. Y, si tienes una hija de año y medio, trae también pañales que cambiar a oscuras, un biberón que preparar en frío y una casa que cruje con una solemnidad que ni un monasterio cartujo.

En Segovia, el apagón del lunes no fue un parpadeo eléctrico, fue un agujero negro que duró 15 horas y nos devolvió a la Edad Media con la única diferencia de que ahora, en lugar de velas, usamos móviles con un 12% de batería y cero cobertura. Se fue la luz por la mañana y no volvió hasta las tres y media de la madrugada, cuando ya habíamos hecho la paz con la oscuridad.

Durante esas horas, el mundo se quedó en suspenso. Sin nevera, sin agua caliente, sin calefacción. Sin Google y sin Instagram. Sin excusas. Y ahí, justo ahí, es donde la persona mayor que llevo dentro se apoya en el quicio de la puerta con una linterna de pilas (que por supuesto no funciona) y masculla que esta civilización es tan resistente como un castillo de naipes en un ventisquero.

Lo realmente curioso de todo esto es que la oscuridad no sólo apaga la luz. También apaga las prisas, el ruido, la pantalla. Y entonces ocurre lo insólito: aparece el silencio. No ese silencio de biblioteca universitaria con Spotify de fondo, no. Silencio de verdad. El que te obliga a pensar, a observar, a recordar dónde habías guardado las pilas para encender la radio. Nada de PCs, iMacs ni altavoces Bluetooth. Me refiero a esa vieja radio que alguien en casa aún conserva por si acaso, y que, durante ese día, se convirtió en oráculo y en compañía.

Juan José Millás escribía algo parecido a que un apagón es como una metáfora de nuestro tiempo: vivimos encendidos artificialmente, en una hiperiluminación constante, y basta que alguien apague el interruptor para que nos descubramos inútiles y vulnerables. Y quizás un poco más humanos. Porque esa noche con una hija pequeña a la que consolar sin dibujos animados, sin nanas con Alexa, sin nada que no fueran los brazos de mamá y papá, y nuestra voz; uno entiende de golpe que la modernidad está sobrevalorada. Que la conexión que importa es la de piel con piel, la que no se cae aunque haya tormenta.

La luz volvió de madrugada. Las máquinas parpadearon y las pantallas resucitaron como si no hubiera pasado nada. Yo me quedé despierto un rato más, escuchando el zumbido del frigorífico como un adicto reencontrándose con su dosis diaria. Pensando que quizás no fue un apagón, sino una oportunidad para escuchar lo que el silencio tenía que decirnos. Se oyó, aunque creo que casi nadie lo escuchó.


Author: Marcos Méndez

Redactor

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