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Una vez maté a un hombre

Una vez maté a un hombre. Ese es el título que han leído y es cierto, pero ya saben que lo que es verdad para un escritor no tiene por qué serlo para el lector, y más en este caso para la Policía Nacional en el supuesto de que alguno de sus respetados miembros esté tentado de llegar al final de este artículo en el que hago pública mi terrible confesión.

En ciudades pequeñas como la nuestra, la expresión «lo conozco de vista» es cotidiana si nos referimos a alguien de quien apenas tenemos datos pero cuyo rostro es lo suficientemente familiar por movernos en los mismos lugares. El proceso de conocer de vista a una persona es lento y laborioso, parte de la casualidad y de una coincidencia espacio temporal que se va repitiendo poco a poco. Cuando esa fase está madurada, hay un momento en el que una de las dos personas debe tomar una decisión respecto a la otra: ¿se saludan? Se ven muchos días por la calle, las miradas se prolongan y tarde o temprano uno levantará las cejas y soltará un «taluego» o un «hola» que dejará al otro pensando si debía haberlo saludado antes.

Esa etapa nos adentra en una segunda más peligrosa, una en la que ambos individuos compartirán cola por ejemplo en la consulta del médico. Ahí las normas del juego cambian, ya no es una situación esporádica que se soluciona con un par de palabras. Se sientan uno enfrente del otro y alguno de los dos se sentirá obligado a hacer un chascarrillo, un «vaya frío que hace», «ya los días son más largos» o un «dentro de nada es verano» que los convertirá en candidatos a campeones mundiales de los topicazos. Este encontronazo debe hacerse con cautela y darlo por concluido pronto: un par de frases y uno cogerá la revista manoseada de la mesa y el otro mirará en el teléfono vídeos de gente cayéndose al suelo, aliviados ambos de haber solventado el trámite… Y siempre bajo la premisa de que no saben qué nombre tienen.

En una de esas me vino una vez un amigo a decirme que se había muerto un hombre. Por la descripción que me dio no tuve ninguna duda, era uno de esos tipos que yo conocía de vista, pero mi colega tampoco se sabía el nombre porque el tema le pillaba muy de refilón. Me dio un disgusto porque, aunque no había hablado nunca con él, me caía bien, tenía cara de buena persona y cuando lo veía a través del cristal de una cafetería ventilarse con gusto un cruasán y un café, siempre pensaba «qué bien se lo monta este tío». Además, era de los que el saludo lo acompañaba de una sonrisa y de un levantamiento de mano; no me nieguen que esa combinación ya es rara de ver.

No sabía nada de él. Ni cómo se llamaba, si tenía familia o dónde habría trabajado de joven —se le veía notablemente jubilado—. Sólo era un señor al que saludaba por la calle y que una vez por semana se adentraba en el noble vicio de la repostería, tan denostada en la actualidad por los amantes del brócoli y del agua con gas. Así que después de recibir la mala noticia, cuando pasaba por el local, muy cerca de mi casa, me acordaba del fallecido y me daban ganas de homenajearlo comiéndome un bollo de los que a partir de los cuarenta se tarda años en quemar.

Muchos meses después pasé de nuevo por la cafetería y eché un vistazo rápido, seguí andando y mi cerebro ordenó detenerme. «Para, ¿qué está sucediendo aquí?» Caminé hacia atrás como si alguien me estuviera manejando con un Super CinExin y me topé con un milagro: allí estaba mi desconocido amigo de vista absorbiendo todo el café de la taza con el bollo, disfrutando de su merienda cotidiana que había abandonado por causas mayores: su propio fallecimiento. Estuve a punto de entrar y preguntarle si era él y si estaba vivo; no lo hice por miedo a que en alguna de las dos me contestara que no. Además, independientemente de que estuviera vivo o muerto, me pareció maleducado interrumpir una de sus rutinas más sagradas.

Todas las semanas me sigo cruzando con él y lo observo con una mezcla de alegría e incredulidad. Nos saludamos amablemente y seguimos nuestro camino. A veces pienso que él sabe que yo conozco su secreto y por eso nunca damos el paso de hablar más, después de la información que tenemos el uno del otro cualquier conversación resultaría baladí.

Así que, queridos lectores/as, no les he mentido: yo maté un hombre, pero lo terminé solucionando. No pueden acusarme de nada.

Feliz domingo. Sean felices y coman algún dulce si el médico les deja.


Author: Alberto Martín

Profesor universitario y escritor

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3 Comments

    • Muchas gracias por leerlo, querido lector, y si nos conocemos ‘de vista’ no dude en saludarme por la calle. Saludos.

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  1. Jajajjaja eres el mejor joder!!! Se ha leido a Vane tomando el sol en la puerta de casa… que grande coño!

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