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El barcelonismo sociológico

Me hice incondicional del FC Barcelona cuando tenía cinco o seis años y Lobo Carrasco metió un gol con España en el último minuto. Recuerdo estar tirado en el suelo de casa y preguntar en qué equipo jugaba ese tal Lobo; a partir de ahí vestí blaugrana hasta nuestros días. Esa es la versión oficial, pero si le preguntan a mi padre afirmará tajante y sin espacio para la fisura que soy culé por llevar la contraria, disciplina en la que siempre me desenvolví bien.

 

Carrasco y Migueli con la copa de la Liga de1985.

En mi infancia y adolescencia, las paredes de mi habitación eran una suerte de guerra civil futbolística. Compartía habitación con mi hermano Kike y el 50% del territorio estaba conquistado por pósteres del Real Madrid y la otra mitad del Barça. Cuando entraba algún amigo y veía el contraste, se preguntaba si era posible la convivencia en aquel puñado de metros cuadrados. Mi hermano y yo solventábamos las disputas organizando partidos en la propia habitación: con una silla como única portería, poniéndose uno de portero y el otro haciendo remates de cabeza, creando un juego que era mitad fútbol y mitad golf… Tenemos mejor palmarés que Zidane, Messi y Cristiano Ronaldo juntos; todo lo que jugábamos eran finales decisivas, a cara de perro. El problema era que no había árbitro ni VAR y nuestra objetividad a la hora de definir qué era falta o un gol fantasma terminaba en discusiones fraternales de ida y vuelta, de las que terminan antes de empezar.

Soy de los que piensan que una parte de la pasión futbolística, quizás la más inconsciente, se pierde cuando te haces mayor y superas en edad a los jugadores, cuando al escucharlos ya no ves a superhéroes sino a personas de carne y hueso dando discursos simplones delante de un micrófono o perdonando la vida a los aficionados al firmar un autógrafo. La otra parte, la más racional, se corre el riesgo de desgastarla cuando el fútbol replica el modelo de la política actual y te obliga a situarte en un espacio que no admite crítica, que está contaminado por un forofismo que en el caso del Barça no es sólo deportivo sino también ideológico, y como bien saben, todo lo que toca la política se arruina.

Hace unos meses, Joan Laporta, presidente del club, se inventó un concepto que rápidamente caló en la masa culé: el «madridismo sociológico», que implica, en resumen, que todo lo malo que le pasa al Barcelona es culpa del Real Madrid, incluso haberle pagado durante décadas al vicepresidente del comité de árbitros, Enríquez Negreira, con la excusa de “garantizar la neutralidad de la competición”. La idea caló en el aficionado de toda España, que nuevamente recayó en una enfermedad crónica que durante las temporadas gloriosas con Johan Cruyff y posteriormente con Messi parecía haberse curado: la de mirar más hacia el Santiago Bernabéu que hacia uno mismo y justificar sus males propios en una suerte de conspiración permanente.

En este híbrido entre política y fútbol en que han convertido al club, en ese intento de distracción permanente hacia la capital, lo que se ha visto resentido es el nivel competitivo del Barcelona, arruinado en lo económico y sin nadie al timón en lo deportivo. En una semana en la que ha perdido de un plumazo, y sin mucho esfuerzo de sus rivales, la liga y la Champions League, la noticia que se ha celebrado como un campeonato es que Xavi Hernández seguirá siendo entrenador. Es como si a ustedes, queridos lectores, les roban el coche y celebran que el delincuente les ha dejado el suvenir hortera que tienen colgado en el espejo retrovisor. Ese es el nivel.

Escuchar a Joan Laporta pedir la repetición del partido del pasado domingo contra el Real Madrid no sorprende, es su papel y sabe que funciona, nadie hablará de su gestión. Lo que sí hace imposible seguir manteniendo cierta simpatía por el Barcelona no es que ahora no gane títulos, sino que lo hayan convertido desde hace años en un instrumento político y deportivo de división, en un club antipático y complicado de justificar cuando las cosas van mal… y ni siquiera cuando van bien.

Es verdad lo que dicen, cambiarse de equipo es imposible, va dentro de uno, pero dejar de sentirse identificado con unos colores, perder la capacidad para reconocer lo que tiempo atrás nos hizo felices, sí es una posibilidad. Por eso cuando los veo en la televisión ya no pienso que esos son los míos, sólo visten los mismos colores que yo lucí durante muchas temporadas en mi habitación.


Author: Alberto Martín

Profesor universitario y escritor

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4 Comments

  1. Alberto, yo pensaba que no había culés sensatos pero resulta que sí que los hay.

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    • Le agradezco el mensaje, estimado Lucas, aunque debo matizar que yo creo que sí que quedan culés sensatos todavía por ahí escondidos. Ya si soy yo uno de ellos no lo tengo tan claro 😉

      Feliz domingo y gracias por pasarse por aquí.

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  2. Brillante, sereno y delicioso artículo.

    Enhorabuena por ser un soplo de aire fresco y renovador en este medio.

    Soy un culé que piensa como usted, y no lo podría haber expresado mejor.

    Pero sobre todo soy alguien que cree que es necesario poner en valor modos de relatar como el suyo, que mueven la neurona y la sonrisa al mismo tiempo, y se alejan de tantos textos que se nutren de la crispación.

    Un abrazo y enhorabuena de nuevo. Y gracias, muchas gracias

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    • Muy amable por sus palabras, estimado Jorge, y siento que estemos de acuerdo en esa visión del barcelonismo actual porque significa que las cosas no van como nos gustaría.

      Encantado de tenerle por aquí, nos leemos siempre que quiera. Un abrazo.

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