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Nuestras otras vidas (Vol. 2)

Si hace unos meses les relaté cómo durante una verbena llegué a ser uno de los odontólogos más reputados de Segovia, hoy vengo a contarles que un día, hace década y media, estuve tan cerca de sentar la cabeza y casarme como el Atlético de Madrid de ganar la Copa de Europa.

En el mítico bar La Escalera, que para un puñado de segovianos es casa y punto de encuentro con los amigos, que vienen a ser sinónimas, entrada la noche se sentaron con nosotros dos chicas que eran amigas de uno del grupo. Yo no las conocía y, por cómo estábamos situados en la mesa, apenas hablé con ellas. Una era muy guapa y de la otra no me acuerdo, porque la primera estaba destinada a ser mi mujer unos segundos, que es el tiempo máximo que resisten las cosas que no se vuelven cotidianas. Un rato después, mi amigo se quedó con ellas y el resto del grupo subimos a otro bar, rumbo a buscar alguna anécdota que nos diera literatura para hacer el domingo más llevadero.

Cuando mi colega se incorporó de nuevo a la expedición, se acercó muy serio, con ese gesto de portar noticias con más responsabilidad que Frodo cargando aquel anillo del poder que nunca supimos bien para qué valía, y me apartó a un reservado. Raphael cantaba por orden del DJ «qué pasará/ qué misterio habrá/ puede ser mi gran noche» y a mí no me cuadraba que el artista de Linares se pusiera de mi parte tan a la ligera.

—A mi amiga Marta (nombre inventado para evitar desilusiones innecesarias) le has encantado —me gritó al oído.
—¿Qué?
—¡Que digo que a mi amiga Marta le has encantado! —repitió más alto.
En verdad lo había entendido a la primera. Mi «qué» era de incredulidad, no de no haberlo escuchado.
—Que sí, que sí, hazme caso, me lo ha dicho cuando os habéis ido todos. Ahora vendrá, yo ahí lo dejo.
—Qué dices, borracho, si ni hemos cruzado cuatro palabras.

La peor decisión que puede tomar un veinteañero —aparte de abrir una mandarina en un autobús— cuando uno de su banda le dice tajante «hazme caso», es hacerle caso.

Tal como anunció, la chica apareció en el bar, pasó delante de mí, me dijo «hola» con la brevedad con la que se saluda al portero del edificio cuando no quieres que te dé conversación, y se fue directa a la barra. El veneno de mi amigo ya estaba inoculado y mi cabeza centrifugaba a mil por hora: qué le digo, me tomo algo con ella, vamos mañana al cine, conozco a sus padres, me apunto a la paella de los domingos, despedida de soltero, elegir menú de la boda, muebles nuevos, hipoteca y carrito McLaren de mil pavos para que el niño vaya cómodo en la silla y no nos acusen de malos padres… Todo eso lo pensé con un gin tonic en la mano y cara de concentración y sospecha, que es como hay que tomar las decisiones erróneas.

Me terminé la copa y la chica aún no había girado el cuello al menos para corroborar que yo seguía allí. Lo de usar el látigo de la indiferencia como castigo tenía gracia si lo decía el profesor de inglés en el colegio, pero si el método lo perfeccionaba una mujer que una hora antes había afirmado sin conocerme que le encantaba, me parecía extraño, así que en vez de hacer caso a las señales de peligro, empachado de valor y con Rosa cantando por los altavoces Europe’s living a celebration, me dirigí a hablar con Marta… Situación que nunca se produjo porque cuando fui a despegar mis labios para decirle «me comentan que quieres conocerme», mi amigo reapareció de entre las sombras y desactivó el código rojo. Se había equivocado —contra todo pronóstico—, no era yo el destinatario del interés de la chica sino otro amigo. Con lo único que me salió contestarle, mientras me pedía otra copa a dos metros de ella, fue con la frase que más cosas explica en menos espacio: «ya decía yo».

Me la bebí apoyado en la barra, riéndome con mi colega por la confusión y sentí cierto alivio… no me veía aún preparado para elegir los muebles de la casa nueva y los azulejos del baño. Algunas veces me cruzo con ella por la ciudad, nos saludamos y me pregunto si ella se acordara también de aquel instante en el que estuvimos a punto de elegir el menú de nuestra boda.

En un mundo tan social donde la privacidad se ha convertido en un bien en peligro de extinción, el único lugar seguro que queda a salvo del ruido, de lo políticamente correcto y del juicio popular, es la imaginación. Ahí nadie más puede entrar y es el refugio en el que pasan más tiempo aquellos que aún tienen la necesidad de contar historias donde es imposible separar la realidad de la ficción.

Disfruten de estos días santos y sonrían mucho, queridos lectores/as


Author: Alberto Martín

Profesor universitario y escritor

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12 Comments

  1. Me pasó igual con muchas chicas. Como siempre muy buenos artículos del autor.

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    • Muchas gracias por pasarse por aquí habitualmente. Me alegra que le haya gustado la entrada de hoy.

      Saludos.

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    • Que grande eres Alberto! Siempre tan acertado y con relatos tan divertidos y bien descritos!

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    • Que grande eres Alberto me encanta todo lo que escribes

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  2. Enhorabuena por el artículo.
    Momentos vividos con una gran carga emocional de nostalgia.

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    • Muchas gracias, Fred. Seguiremos tirando de este tipo de anécdotas mientras alcance la memoria.

      Un saludo.

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  3. Que bien contado. Manteniendo el suspense hasta el final. Muy simpático. Enhorabuena.

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    • Mil gracias por sus palabras, María. Encantado de tenerla en este espacio.

      Feliz tarde de domingo.

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  4. Curiosa historia con desenlace inesperado.

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