free web stats

Una deuda histórica

Cuando tenía nueve años se produjo en Segovia una injusticia hacia mi persona que aún no ha sido reparada. En este contexto de redes sociales y ruido donde todo ser vivo pide perdón por cosas que lo mismo ni ha hecho o dicho —no sea que las hordas digitales saquen el látigo de la cancelación—, treinta y tres años después sigo esperando una disculpa institucional por parte de mi antiguo colegio.


Para un niño, la comunión es el primer gran acto social que tiene en su vida, aunque se lo pongan difícil obligándolo a vestimentas y sesiones de fotos que no siempre convencen. No nos engañemos, por mucho que los catequistas focalicen su esfuerzo en los motivos religiosos que hay en la celebración, el niño en lo que está pensando es en el botín que va a recibir después del banquete, donde juntará a su familia y quizás a algún amiguete que espera que no aparezca con las manos vacías al grito de «mi regalo es mi compañía».

La semana previa a mi comunión nos quedábamos cada día una hora después de clase para ensayar. Las catequistas incorporaron al equipo organizador a la monja que tocaba el órgano; ahí empezaron mis problemas. Aquella mujer y yo éramos incompatibles, como Luis Aragonés y Raúl González en un mismo vestuario de la selección española, como García y De la Morena en la radio, como Pedro Sánchez y las promesas electorales cumplidas.

Ya en el primer ensayo de las canciones noté que las cosas no iban bien. La buena señora azotaba el órgano con ahínco y precisión, pero cada poco tiempo fijaba sus ojos en mi infantil rostro. No en el de los otros veinte compañeros, en el mío. En esos casos uno la primera vez tiende a pensar que es casualidad y sigue a lo suyo, la segunda sospecha y mira a los lados buscando razones y la tercera ya no tiene duda. Seguí cumpliendo mi cometido de cantar y levantar la vela cuando tocaba, después de tanto ensayo no podía equivocarme. Dejé de mirar a la monja creyendo que, si yo no la visualizaba, ella no existía, haciendo esfuerzos mentales sobrehumanos para no mirarla más, pero mi sexto sentido me alertaba de que seguía posando sus ojos sobre mí. Así no había manera de concentrarse en alzar la vela y cantar que «si la sal se vuelve sosa quién podrá salar el mundo», pregunta para la que hoy, tres décadas después, sigo sin encontrar respuesta.

Al acabar el ensayo se acercó con las ideas claras, me cogió suave del brazo apartándome del resto y me dio una noticia similar a que el entrenador anunciara que yo no jugaría la final de la Copa de Europa, que en el banquillo había un asiento especial reservado para mí.
—He pensado que tú no vas a cantar, mejor haz playback.
—¿Playback? —pregunté ignorando el término.
—Sí, sí, es muy fácil. Tú mueves los labios como si estuvieras cantando, pero sin hacerlo.

Yo pensaba que estaba al borde de que José Luis Perales me llamara para grabar una nueva versión de Que canten los niños, y aquella religiosa trituraba mis sueños de una vida triunfando en la industria musical. Llegué a casa y conté la terrible noticia, pero lejos de encontrar consuelo en el cálido regazo del hogar, me dijeron que hiciera caso a la monja, que ella sabría por qué lo decía. Eran los años noventa y los profesores aún tenían más peso en las casas que las opiniones subjetivas y fantasiosas de los hijos.

Me tiré toda la semana haciendo playback en los ensayos mientras observaba nostálgico a mis compañeros, que a mi lado parecían Los niños cantores de Navidad y los de San Ildefonso juntos. Pero al llegar el día de la Comunión me levanté con sed de venganza, sentimiento incompatible con el sacramento que iba a recibir. Decidí que iba a cantar, nadie me impediría lucirme en mi gran día. Lo haría de manera comedida y así la organista se pensaría que hacía playback, pero yo en realidad estaría cantando, y al acabar, cuando me dijera que qué bien hecha la pantomima, le desvelaría que había cantado y que yo había ganado. Saldría de la capilla gritando ¡victoria, victoria!, rumbo a abrir regalos y pegarme una buena comilona.

Llegó la primera canción y me sumé a los cánticos de mis compañeros con las manos juntas y cara angelical. Qué sentimiento tan único volver a las canchas… durante cinco segundos, que fue lo que tardó la religiosa en descubrir que estaba cantando, que había roto nuestro pacto sagrado. ¿Cómo era posible? Su órgano sonaba fuerte, veinte niños cantaban a la vez y aun así ella lo sabía. Abrió mucho los ojos, negó con la cabeza en giros imposibles sin parar de tocar y me ordenó silenciosa que dejara de cantar, tal como hice de inmediato por el bien del grupo. Al acabar, ya relajada y viendo que había salido todo bien, me felicitó por lo bien que lo había hecho.

En un mundo Mr.Wonderful en el que hasta una taza de desayuno nos avisa de que podemos conseguir todo lo que nos propongamos, es importante conocer cuáles son las limitaciones que tenemos, saber a qué guerras no debemos acudir y a cuáles sí bajo la premisa de que deberemos practicar mucho más tiempo que otros para llegar al mismo punto. Desde pequeños es importante que nos ayuden a identificar las cualidades de cada uno y a la vez que nos enseñen que no pasa nada por hacer algo mal, por equivocarnos, siempre que se inculquen el valor del esfuerzo y la perseverancia y, sobre todo, que evitemos expectativas desorbitadas que generan frustraciones difíciles de gestionar.

Posdata: Sigo cantando igual de mal que hace treinta años, la religiosa tenía toda la razón.

Feliz domingo, queridos lectores/as.

 


Author: Alberto Martín

Profesor universitario y escritor

Share This Post On

8 Comments

  1. Como profesor entenderás que ella hacía su trabajo: entonar. Los espectadores no sabrían si era una comunión o un zoo. Adicionalmente, ese, junto con otros “mejor tú no”, te han convertido en el empático escritor que eres. Creo que la catequista hizo un buen trabajo por partida doble.

    Post a Reply
    • Totalmente, Paulita, sería injusto haberle exigido a la buena señora que me pusiera al día en el noble arte de cantar. Habría necesitado ella bastante más horas que las que tiene una semana.

      Un placer leerla siempre en este espacio. Muchas gracias.

      Post a Reply
  2. La verdadera ilusión y sentimientos de una persona, estan muy por encima de unas notas de musica mejor o peor entonadas. Grande Alberto .

    Post a Reply
    • Totalmente, Horacio, me alegra mucho tenerle a usted por aquí en este espacio.

      Pero sí que es verdad que años después se confirmó que la religiosa, al menos en eso en concreto, llevaba razón.

      Un abrazo fuerte.

      Post a Reply
  3. Toda la razón, aquello de que lo que te decía un profesor iba a misa. Y en casa lo ratificaban. Ahora es el me han dicho esto y ya el profesor es el malo.

    Post a Reply
    • Así es, Andrés. Más allá de los defectos que pudieran tener los profesores por entonces, y que es absurdo valorarlos con la mentalidad que tenemos hoy en día, quizás se echa de menos esa posición de autoridad que tenía. Para qué engañarnos.

      Una vez más, gracias por pasarse por aquí.

      Saludos.

      Post a Reply
  4. Vaya tostón para un domingo!

    Post a Reply
    • Siento no haber estado a la altura de lo que esperaba, Fer.

      Espero que a la próxima haya más suerte, se intentará,

      Gracias por pasarse por aquí.Saludos.

      Post a Reply

Submit a Comment

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *