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Opinión: Resurrección de la carne

 

En un precioso sermón de Pascua, san Agustín, Padre de la Iglesia latina, decía que el hombre aprende desde niño las dos instancias de la condición humana: el nacer y el morir. Basta observar la naturaleza para descubrir que hay tiempo de nacer y tiempo de morir, como dice el Eclesiastés. Todo nace y todo muere. Pero añadía el gran doctor de la Iglesia: Cristo ha venido a enseñarnos otra instancia de la vida, además de nacer y de morir: el resucitar. Nació y murió para resucitar. Y resucitar sólo puede ser entendido de una manera: salir del sepulcro para una vida nueva. Superar la muerte, arrancando nuestra carne de sus garras y de la oscuridad tenebrosa del sepulcro. Cualquier interpretación que olvide este dato no es cristiana. La fe cristiana no consiste en afirmar la inmortalidad del alma ni la supervivencia de un yo desprovisto de su carne. La fe cristiana afirma y confiesa, como decimos en el Credo, la resurrección de la carne. Y eso es lo que ocurrió la mañana de Pascua: que Cristo rompió las ataduras de la muerte, resucitando del sepulcro. Cuando las mujeres van a embalsamar su cuerpo, un mensajero de Dios les dice: no busquéis entre los muertos al que vive. Ha resucitado, no está aquí.

Es verdad que la Iglesia defiende que, después de la muerte, el alma pervive separada del cuerpo y retorna a Dios. Pero este retorno no es la felicidad plena y definitiva. Sólo con la resurrección de la carne se restaura la unidad perdida por la muerte entre el alma y el cuerpo, y sólo entonces la felicidad alcanza su clímax según el modelo de Cristo resucitado.

Esta verdad de fe, tan consoladora, tan profundamente coherente con la naturaleza del hombre, ha sido negada desde los orígenes del cristianismo. San Pablo decía, saliendo al paso de este error, que «si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe, aún estamos en nuestros pecados». Argumentaba además que si Cristo no ha resucitado, tampoco resucitarán los muertos. En realidad, el apóstol, con esta afirmación, defendía lo más genuino y novedoso de la fe cristiana, la resurrección, que es lo más adecuado al hombre, dado que el hombre ha sido creado con coherencia. Por eso sorprende que algunas interpretaciones del cristianismo, pretendan explicarlo sin afirmar la resurrección.

Hace unos años, el escritor Félix de Azúa escribía un artículo portentoso, titulado Carne, en el que comentaba la homilía de un funeral al que asistió, en la cual el predicador no había dicho nada de la resurrección de la carne. Y afirmaba: «Ahora bien, sin la resurrección de la carne, la Gloria eterna se queda en un cursillo de filosofía platónica, o, a todo tirar, hegeliana, dos potentes pensamientos ateos. Sin la resurrección de la carne, la promesa católica de inmortalidad se reduce a tener portal en un Internet eterno». Magnífica metáfora. El hombre es sencillamente alma y cuerpo, carne y espíritu. Y olvidar la carne, el cuerpo que fuimos, es negar al Dios Creador. Y añadía esta petición a los católicos, que la recojo porque, sin tener fe, resume el dogma central del cristianismo: «Católicos, no os dejéis arrebatar la Gloria de la carne. No os hagáis hegelianos. Que, sobre todo, el cuerpo, sea eterno, es la mayor esperanza que se pueda concebir y sólo cabe en una religión cuyo Dios se dejó matar para que también la muerte se salvara. Quienes no tenemos la fortuna de creer, os envidiamos ese milagro, a saber, que para Dios (ya que no para los hombres), nuestra carne tenga la misma dignidad que nuestro espíritu, si no más, porque también sufre más el dolor. Rezamos para que estéis en la verdad y nosotros en la más negra de las ignorancias. Porque todos querríamos, tras la muerte, volver a ver los ojos de las buenas personas. E incluso los ojos de las malas personas. En fin, ver ojos y no únicamente luz».

+ César Franco, Obispo de Segovia

Author: Opinion

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