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Nuestras otras vidas (Vol III)

En episodios anteriores contaba que en otras vidas fui dentista, carpintero endeudado hasta la quiebra e incluso que estuve a punto de casarme. Algún amigo, tras leerme, me tachó de exagerado, pero si vuelven a aquellos relatos verán que no iba desencaminado.

Siempre que voy a un aeropuerto algún miembro de seguridad me para antes de montar en el avión. En verdad me pasa en todo tipo de estaciones: en Chamartín hubo una época en la que el honorable Cuerpo Nacional de Policía se cebó conmigo, me pedía más veces el DNI que al Vaquilla en los ochenta. La teoría de mi madre, nunca demostrada científicamente, fue que me pasaba por no peinarme ni afeitarme la barba guarra que tengo.

Recuerdo que una vez al llegar a Madrid salí el primero del tren, iba tarde a una reunión. Al terminar de subir corriendo las escaleras mecánicas hacia el vestíbulo, dos amables agentes me recibieron a portagayola. En los cinco minutos que tardaron en comprobar que mi hábitat adecuado no era Alcalá Meco, pasó medio Segovia por delante, mirándome con una mezcla de sentimientos que nadie se atrevía a verbalizar. Algunos pensarían «ya era hora», otros «se veía venir» y habría quien se apiadaría de mí al grito silencioso de «¡No puede ser, dejadlo ir, es un buen chico y un día me ayudó con las bolsas de la compra!». Cuando la policía por fin me dejó seguir ya no quedaba nadie para compartir mi renovada libertad.

Hace unas semanas, en Barajas, una vez pasado el control de equipajes había un segundo control para destinos fuera de la zona euro. En una máquina había que meter el DNI, sonreír en la foto y, si era el afortunado, me encontraría a unos metros un policía tras un cristal señalándome con el dedo para que le hiciera una visita. Mis seis acompañantes pasaron sin incidencia… pero yo no. Una de mis profesoras del colegio, si hubiera estado presente, habría susurrado irritada «es que siempre sois los mismos».

Cuando me paran en un aeropuerto pienso que me van a esposar y a extraditar. «Me han pillado», vaticino mientras le pongo al agente una cara de tranquilidad exagerada. Ese día, él me saludó cordialmente y me preguntó si tenía algo que declarar. Aún no tenía confianza para bromear con un «vas un poco rápido, casi no nos conocemos», así que le respondí que no, que estaba todo en orden y que me iba de vacaciones.
—Veo en la pantalla que hay dos tipos con tu nombre completo y que coinciden también los de sus padres con los tuyos. Están en búsqueda: un alunicero y un drogadicto —me contó divertido.
—Vaya, ya es mala suerte, con lo raros que son mis apellidos —afirmé con el codo apoyado al otro lado de la cristalera y dudando si pedir una caña.
Las situaciones complejas en la vida, sobre todo las que no dependen de uno, hay que afrontarlas como si estuviéramos a punto de decirle a nuestro camarero de confianza que la última y a casa.
—Por lo que pone en el ordenador, el drogadicto debe estar en las últimas —anunció el agente igual que el que acaba de perder una partida a piedra, papel o tijera.
—Entonces casi que me quedo con el alunicero —respondí siguiendo el ambiente festivo en el que se estaba convirtiendo el trámite.
El policía se rio mientras me contaba dicharachero que a él en Ecuador lo tuvieron retenido una hora por una confusión. Estuve a punto de pronunciar la frase por excelencia de la historia de la humanidad, «no somos nadie», cuando de repente le cambió el gesto al saltar un aviso en la pantalla.
—No vivirás en Salamanca, ¿no? —preguntó.
—Casi, en Segovia. Soy profesor allí —y al escuchar esto se resolvió el entuerto.
—Ah, nada, entonces tampoco eres el alunicero. Puedes seguir, buen viaje —y me devolvió el DNI.

Me quedé unos segundos asimilando la noticia: finalmente no era yo el delincuente. A la vuelta, al regresar a España, me detuvo otro policía, pero este no era tan simpático y con cara seria fue a citar las mismas posibilidades que en la ida, pero me adelanté.
—Sí, un alunicero y un drogadicto, pero por lo visto no soy ninguno de ellos, ya lo comprobó su compañero —lo avisé por ahorrarle trabajo.
Tocó muchas teclas y muy rápido, como los informáticos de las películas que hackean la web del Pentágono. A cada impacto crecía en mí la idea de que ahora sí que sí sería el alunicero, que era el que yo había elegido en la ida, pero tras un par de minutos de silencio y mientras echaba de menos la cercanía del otro policía, tomó por buena mi versión y me despachó con un frío «continúe».

Desde entonces, cuando voy por la calle y me cruzo con un coche patrulla nunca miro los escaparates de las tiendas, no sea que piensen que estoy preparando mi próximo golpe.


Author: Alberto Martín

Profesor universitario y escritor

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2 Comments

  1. Por desgracia los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado no se dirigen de la misma manera a todos los ciudadanos y hay mucho más delincuente con traje y corbata que con rastas.

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    • Hola, Vestimenta.

      Gracias por leer el artículo. Desde mi punto de vista creo que si hay que generalizar sería en sentido positivo. En lo que observo y lo que he vivido, el respeto de los agentes de policía hacia la ciudadanía predomina largamente sobre casos concretos como los que usted comenta, que entiendo que también existirán porque en cualquier colectivo profesional de más de 50.000 profesionales, por pura estadística tiene que haber de todo y por desgracia llama más la atención lo malo que lo bueno, aunque ésto último sea lo habitual.

      Saludos.

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