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Este artículo es la pera

Para mí el verano es mar y fruta. Soy de Lérida, en tiempos, capital de la fruta dulce. Es largo de explicar porqué durante la posguerra se optó por especializar todo el Baix Segre en melocotón y pera. Se parte de un microclima especial (mucha niebla otoñal que limita las heladas), riego y una cierta tradición. Pero lo dejo para otro día.

Mi fruta favorita es la pera. Y debe ser una inclinación harto común en el Ponent. Allí las chicas no tienen pechos, tienen peras. “Si algo es que mola, entonces “es la pera”. Y cuando algo es “la pera limonera” es que se sale del mapa. Antaño, las peras eran suculentas; hoy son un asco. Voy a explicar porqué.

Que una fruta sea buena o mala solo depende de la penetrabilidad, la textura de la carne, y el grado de azúcar. He llegado a la conclusión de que sea bio, trans, o lerelele, da lo mismo. La clave está en sacarla del árbol en el momento justo, darle el mínimo frío posible y consumirla en horas mejor que en días en su punto óptimo.

Antaño pasaba que para suministrar peras en las mejores condiciones durante toda la temporada, de julio a noviembre, los payeses se basaban en el cultivo escalonado de diferentes variedades que maduraban en diferentes momentos. De este modo, en el mercado había siempre peras cosechadas en su momento óptimo. No soy ningún especialista pero primero (finales de julio) empezaban con la celebérrima limonera. Luego llegaba, que sé yo, pongamos alguna subvariante de la blanquilla, en septiembre la Conference, Pasacrasanas, Ercolini, Barlet... Los viveros no paraban de diseñar variantes para garantizar precisamente eso, una gran variedad de tipos a cosechar en sus momentos óptimos.

Así que el payés disponía de diferentes bancales, cada uno con su variedad. Llegado el momento las cosechaba y al asentador, o en Lérida, directamente a las fruterías. Teníamos entonces fruta de verdad y no el plástico insípido al que hoy mal llamamos fruta. Claro que era un cultivo muy artesanal. Normalmente el trabajo calendarizado permitía que con unas pocas manos -normalmente la familia del payés- se completaba la cosecha. El gasto en conservación era también mínimo, y el buen ojo del payés iba discriminando pera a pera cuál iría para los cochos (los cerdos), cual para zumos y mermeladas, cuál a la venta y cual se quedaba en casa…

Ahora bien, conforme el cultivo se mecanizaba, los bancales pequeños dejaron de ser rentables. Se impusieron las magnitudes de escala, la especialización varietal y la conservación. Y la mercadotecnia. Cultivos más grandes, monovarietales y muy mecanizados, que desbordan la capacidad de las explotaciones familiares. El resultado, muchas menos variedades que se recogen semanas antes de que lo toca, muy resistentes y con buena pinta. Y hasta ahí. Por lo demás, engendros que son un insulto a la horticultura. Allá por julio, nostálgico de limonera, trinque tres o cuatro bien hermosas en el Lupa (y no es una cadena que en general tenga mala calidad, las hay  peores). Mal hecho. Pasaban los días y aquello seguía duro y fibroso como un conglomerado de madera, y en boca tampoco presentaba mucha diferencia con un conglomerado de madera. Es más, si a final de agosto compras lo que se supone es una blanquilla, pues verás que no hay demasiada diferencia con la limonera (ni con el conglomerado de madera). Un desastre.

Y curiosamente, o tal vez por ello, hoy se consume más fruta que nunca. Mala como un demonio, pero a cascoporro.

En casa, en medio del verano, cuando empezaba la temporada de la pera recibíamos la visita intempestiva del Morreres de Soses. Este era un buen amigo de mi padre y cada año nos traía un par de cajas de espectaculares limoneras. Ya digo que el hombre llegaba inopinadamente, normalmente el domingo antes de las 9 de la mañana, con toda la familia en pijama, o el domingo a las 15, con todos sentados a la mesa. Pero nunca se le dijo -Dios nos libre- ni una insinuación, ni un delicado “caray Morreres, podrías venir por la tarde que te atenderíamos mejor”. Nada.  “Salid a saludar al Morreres de Soses”, ordenaba mi padre, y era de las pocas órdenes que se cumplían marcialmente. Todos en fila -en pijama si se terciaba- a saludar a un hombrón con unas manos como sandías que él solo cargaba varias cajas cuando entre mis hermanos y yo apenas podíamos con una. Amigos ¡qué peras! Nos explicaba el hombre, en un catalán del Baix Segre que encima era una clase gratis de dialectología, que venían del bancal familiar, del que se abastecía la familia.

Y melocotones. Ufff, ahora me voy a poner a llorar, porque en septiembre venía el David de Alcarràs. Un cliente agradecido que, por los buenos oficios de mi padre, abogado, ganó un cacho de finca a un prócer del franquismo en un pleito épico. El David decía que, al menos, un árbol de la finca era de mi padre. Y se plantaba en casa con tres cajas, uno de melocotones rompedores, y otras dos atestadas de tarros en almíbar. ¡La madre de Cristo!, que cosa más buena. Allí en casa todos le jurábamos lo que por lo demás era la pura verdad, que sus tarros no tenían parangón en el universo. Él, bien orgulloso, nos explicaba el proceso.

Lo malo de estas cosas; cuando has probado lo mejor de lo mejor, el resto ya no te satisface. Es como el lechal de Castilla y León, una vez pruebas ese cordero sobran todos los demás. No hay color. Conforme envejecemos más añoramos aquellas sensaciones de la infancia, y ciertamente, las idealizamos. Pero no  creo que vaya muy desencaminado en lo tocante a la fruta. A ver, no tengo nada que reprochar a los payeses de hoy. Sus circunstancias son las que son y bastante mérito que tienen. Pero me pregunto si en lo que me queda de vida, ni que sea pagando pastizales, recuperaré aquellos sabores. Hoy los melocotones son un asco, ya puedes ser con DOP, IGP o lo que sea. Gordos y de un amarillo solar que encandila, sí, pero insípidos. Las conservas son azúcar puro. En las tiendas triunfan variedades como los paraguayos, más fáciles y baratos de gestionar y que, en principio, tienen buen sabor. Pero tampoco. A finales de agosto, primeros de septiembre, si vale la pena peinar las fruterías pequeñas. Algunos fruteros tienen hilo directo con el productor y puede que vengan en óptimas condiciones. Pero no es para nada lo normal. Se recogen con demasiada antelación porque tenerlos más días de la cuenta en el árbol aumenta los gastos y las mermas. Duros aguantan mejor los procesos de cámara y envasado. Cosechamos y comemos verdaderas piedras arbóreas.

No le veo otro futuro a esto que ponernos a plantar frutales y cuidarlos como a hijos. Ahora que hay tanto adosado con jardín lo suyo será eso, que uno plante tal variedad, el vecino otra, e ir intercambiando. Desde luego es fácil de decir, difícil de hacer. La horticultura es una ciencia, exige suelos, abonos, pautas de riego, temperaturas, y desde luego, conocimientos. Pero yo creo que todo se andará. La fruta del futuro será más o menos eso, robotizadas plantaciones para abastecernos de polisacáridos, y con suerte, diletantes micro productores especializados en el delicatessen nostálgico.


Author: Luis Besa

Luis Besa. Periodista,

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