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Opinión: Pedro, Juan y María Magdalena

César Franco, obispo de Segovia, dedica su reflexión a la resurrección del Señor, analizando las reacciones y sus dimensiones teológicas de tres de los protagonistas, Juan, Pedro y María Magdalena.

La mañana de la Resurrección debió ser un constante ir y venir al sepulcro. Desde el momento en que la Magdalena da la señal de alarma sobre la desaparición del cadáver de Jesús, es de suponer que los apóstoles y las mujeres galileas que habían acompañando a Jesús en Jerusalén fueran al sepulcro a comprobar con sus propios ojos que estaba vacío. No sorprende, pues, que los evangelios discrepen sobre el desarrollo de los hechos en esa primera mañana de Pascua.

Tres personajes destacan por su importancia en el evangelio de Juan sobre esta primera visita al sepulcro. María Magdalena, la primera en hallarlo vacío, que corrió a comunicar a Pedro y Juan el suceso. Dice el evangelio que los dos apóstoles salieron corriendo —en esa mañana todos corrían— hacia al sepulcro para constatar lo sucedido. Merece destacarse un dato entrañable contado por su protagonista. Dice que los dos corrían juntos pero Juan corría más deprisa, sin duda porque era más joven. Al llegar el primero al sepulcro, no entró. Comentando este gesto, Urs von Balthasar dice que Pedro representa el ministerio eclesial y Juan el amor eclesial. De ahí que —continúa el teólogo— el amor ceda el paso al ministerio y sea Pedro el primero en entrar y ver el sudario enrollado, signo claro de que no había sido un robo. Después entró Juan, el amor eclesial, que «vio y creyó», no en la resurrección propiamente dicha, según dice Balthasar, «sino en la verdad de todo lo que ha sucedido con Jesús. Hasta aquí llegan los dos representantes simbólicos de la Iglesia: lo que sucedió era verdad y la fe está justificada a pesar de toda la oscuridad de la situación».

Sólo en María Magdalena, la fe de los primeros momentos se convertirá en verdadera fe en la resurrección. Ella, que no ha perdido la esperanza de encontrar el cuerpo de Jesús, se queda junto al sepulcro llorando, se asoma y ve a dos ángeles, uno a la cabecera y otro a los pies del lugar donde había estado Jesús. Como si fuese lo más natural del mundo, le preguntan por sus lágrimas y ella responde que se han llevado a su Señor y no sabe dónde le han puesto. Preocupada sólo por el cadáver, María no repara en quienes le hablan ni en su insólita presencia dentro del sepulcro. Está atada a los recuerdos últimos de la sepultura.
Jesús se hace presente y le pregunta por su llanto. María cree que es el hortelano y, por segunda vez, le manifiesta su deseos que encontrar el cadáver y recogerlo. Sólo piensa en un cadáver cuando tiene delante al Resucitado. Al llamarla por su nombre, María reconoce que es Jesús y, como en su vida pública, le llama Maestro. El texto da a entender que corre hacia él y se abrazó a sus pies, pues Jesús le advierte: «No me retengas, que todavía no he subido al Padre. Pero, anda, ve a mis hermanos y diles: Subo al padre mío y padre vuestro, al Dios mío y Dios vuestro» (Jn 20,17). María acaba de recibir su misión, definida por expreso deseo del Papa Francisco como Apostola apostolorum, porque recibió de Jesús resucitado el mandato de anunciar a los apóstoles la Resurrección. Como dice el prefacio de su fiesta, que tiene el mismo rango que la de los apóstoles, Jesús, «se apareció visiblemente en el huerto a María Magdalena, pues ella lo había amado en vida, lo había visto morir en la cruz, lo buscaba yacente en el sepulcro, y fue la primera en adorarlo resucitado de entre los muertos; y él la honró ante los apóstoles con el oficio del apostolado para que la buena noticia de la vida nueva llegase hasta los confines del mundo». María muestra su fe pascual en Jesús cuando, al evangelizar a los apóstoles, ya no le llama Maestro, sino Señor, que es el título propio del Resucitado.

+ César Franco, Obispo de Segovia.

Author: Opinion

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