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Opinión: “Es el Señor”

La reflexión semanal del obispo de Segovia, César Franco, incide en como la Resurrección modifica la relación de Cristo y sus discipulos, como cambia el relato evangélico de lo profético a lo trascendente, a partir de la Resurrección

La aparición del Resucitado junto al lago de Tiberíades es una pequeña síntesis del significado de la resurrección. Los apóstoles no estaban preparados para comprender la resurrección, pues, como judíos, la esperaban al fin de los tiempos. Por eso, además de sorprendidos, quedaron desconcertados y tuvieron que reflexionar sobre el nuevo estado de Jesús glorificado. Esta reflexión aparece en los relatos de las apariciones. Cualquier lector avispado que lea la aparición junto al lago se preguntará: ¿Por qué no reconocen a Jesús cuando les pregunta si tienen pescado? ¿Qué significa el pez que tiene Jesús sobre las brasas? Por último, ¿qué aspecto tenía Jesús para que diga el evangelista que ninguno se atrevía a preguntarle quién era? Si su apariencia era la misma, esta frase sobra; y si había cambiado, como sugiere el texto, ¿por qué sabían que era él?

Es obvio que el evangelista quiere decir, en primer lugar, que el Resucitado ha iniciado una relación distinta con los suyos. Pertenece a un orden nuevo, el de la irrupción de la vida resucitada. Jesús toma la iniciativa en todo: se manifiesta, prepara un banquete con un pez y pan misteriosos, y se muestra idéntico a sí mismo pero diferente. Provoca la certeza de que es él, pero su naturaleza humana ha cambiado.

Esta nueva vida, sin embargo, tiene continuidad con la anterior. No existe ruptura total. Jesús busca a los suyos donde los encontró por vez primera: junto al lago. Realiza un milagro que recuerda otro, en el mismo sitio, el de la pesca milagrosa, cuando dijo a Pedro que haría de ellos pescadores de hombres. Cuando Jesús les invita a almorzar evoca el gesto de la última cena: toma el pan y se lo da. El evangelista quiere unir ambos momentos, como queriendo decir que Jesús celebra de nuevo con ellos su comida de alianza. Se reanudan los lazos que había establecido en la última Cena. El Resucitado les invita a una comida que no busca saciar el hambre física, sino, como ocurre con los discípulos de Emaús, reconocerlo presente entre ellos. El pez y el pan son los signos eucarísticos de la presencia de Cristo, que prepara el banquete para los suyos, un banquete que permite identificar al Resucitado con el Jesús de la última cena.

Todo esto explica que, siendo el mismo Jesús, su aspecto haya cambiado. No es una especie de juego, al que Jesús quiere someter a sus apóstoles, o a los de Emaús cuando se les muestra en forma de peregrino, o a la Magdalena que le confunde con el jardinero. Los relatos de las apariciones pretenden enseñar que Jesús realmente ha pasado de este mundo al Padre. No pertenece ya a esta creación aunque porte en sí mismo algo de ella, nuestra carne. Su naturaleza humana ha sido transformada por el Espíritu, en su paso a través de la muerte y resurrección. Y este paso, que llamamos Pascua, se manifiesta en las diversas formas que tiene de manifestarse. Dicho de otra manera. Los apóstoles no llegan a la fe en la resurrección sino por iniciativa de Cristo que les abre los ojos y la inteligencia para ver la nueva creación, la que él ha iniciado. Cristo hace nuevas todas las cosas. Renueva hasta su propia historia con los suyos y les enseña a leerla desde la luz de la resurrección.

Después de veinte siglos, los cristianos no hemos aprendido la lección de estos relatos de las apariciones. Como a las mujeres piadosas nos sucede que seguimos buscando a Cristo entre los muertos y nuestros ojos no saben verlo compartiendo nuestra vida y ofreciéndonos la suya. Cada día que alborea nos trae la posibilidad de encontrarlo en la eucaristía. Allí nos hace la misma invitación: vamos, almorzad. Depende de nosotros acercarnos a su mesa.

Artículo de opinión de César Franco, obispo de Segovia

 

Author: Opinion

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