Posted By Fernando Sanjosé on 22, Nov, 2016

A ver si me voy colocando que me cuesta asimilar algunas cosas. Resulta que la obra de la avenida de la Constitución, probablemente la mas gorda que pueda hacer este equipo de Gobierno, enfangado hasta la frente en deudas millonarias —ardo en deseos de ver el próximo presupuesto municipal— que ha sido el eje de las polémicas de los últimos años, anunciada como la solución genial a la vía que conforma el centro geográfico de la ciudad y yo qué sé cuántas cosas más, resulta, digo, que presenta “fallos de ejecución” cuando el asfalto aún está caliente y se ha llenado de agujeros y baches en cuyos bordes se colocan periódicamente gentes rascándose la cabeza tratando de entenderlo. No es de recibo.

Y no lo es porque aunque me gustaría pensar que estamos ante fallos de esos que aparecen en las obras nuevas, nadie sabe muy bien por qué, pero que una vez subsanados se convierten en un recuerdo, mucho me temo que se trate de un problema mucho más grave, que estoy haciendo memoria y todo me parece calcado a las primeras taras detectadas en Padre Claret, que también eran “pequeños errores subsanables”, pero donde no han parado las obras desde entonces, ni pararan hasta que se haga un trabajo serio (y caro).

Le confieso que no me gusta como ha quedado Constitución. Será que una capa de asfalto nuevecita y lisa no me impresiona tanto como a la concejala Paloma Maroto o que la reducción del ruido que hacen los coches, con parecerme importantísima para los residentes, no lo es tanto como para que se convierta en el único argumento positivo.

Si se acuerda, aquello era una calle ancha, quizá la más ancha de toda la ciudad, que ha quedado, sin embargo, convertida en una calzada de un solo carril por sentido en la que, por no caber, no ha cabido ni un carril bici —este también venía cacareado entre las excelencias de la obra— en una ciudad cuyos gobernantes dicen ir por la vía de la sostenibilidad y la movilidad limpia, aunque todo lo que se les ha ocurrido es llenar las calzadas más peligrosas de la ciudad de señales de limitación de velocidad que no respeta nadie y que por no tener, no tienen ni ciclistas, que ya si eso, eligen por su cuenta la calle en la que prefieren jugarse el tipo.

Tampoco me gustan las “orejas” de las paradas de autobuses —como te toque uno en el principio de la calle no te salvas de hacer todas y cada una de las paradas del recorrido— ni otras trampas en forma de aceras salientes en algunos cruces de calles.

Pero bueno, hasta admitiendo los criterios de los redactores del proyecto, que son ingenieros y yo no, lo que me llena de rabia es ver que la inversión no es que asegure siquiera tres años —máximo, es mi apuesta— antes de que el asfalto comience a mostrar rechazo a que le hayan echado directamente sobre adoquín (mala idea, me dicen) encima sin reparar antes la inestable base de todo, y se cuartee en pedazos y se hunda en mil baches. No, es que la obra no ha superado la primera semana antes de mostrar los primeros defectos y parece apuntar a que las vallas, conos y “actuaciones puntuales” puedan convertirse en actividad perpetua.

Entiendo que la concejala Maroto esté nerviosa —eso dicen los que tiene cerca— quizá porque no tiene claro a quién señalar como responsable directo del desaguisado. ¿La dirección técnica de su departamento? ¿La empresa por una ejecución deficiente? ¿El intento de reducir costes donde no se debía haber hecho? ¿La Junta de Castilla y León por algún remoto motivo? Claro, que aquí no vale camuflarse en el grupo. La dirección política encierra la asunción de responsabilidades que nada tienen que ver con poner cara de resignación cuando el que la ejerce se sienta ante los autores de los titulares de prensa que tanto obsesionan al equipo de Gobierno tratando de convencer, con campechanía insoportable, eso sí, de que “son cosas que pasan, que hay que mirarlas y a ver qué pasa”.

Tuve una vez un jefe, hablo de una empresa privada, que tenía un mantra: “la productividad no se mide en horas de trabajo, sino en los resultados” y mire, le voy a dar cierta razón, que trabajar con enorme dedicación y empeño 25 horas al día no parece ser siempre sinónimo de excelencia en los resultados.

La gestión poco exigente hacia la empresa de los problemas de mala construcción de la carretera de Padre Claret, la lechada aquella inservible (y chapucera) de la cuesta de San Juan, iniciar una obra en una acera para tener que cerrarla después cuando los vecinos, que dicen ser dueños de esa parte de la vía pública, tratan de lograr réditos, como ocurre en Soldado Español, o ahora el incipiente problema en Constitución parecen demostrar que la teoría del jefe aquel, que no pedía mil horas de oficina sino resultados palpables y eficacia, tenía algo de cierta.

¡Qué tipo aquel! Cuando alguien fallaba reiteradamente en las tareas que se le encomendaban, le retiraba del puesto sin pestañear siquiera.

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