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En abril ‘manis’ mil

Mañana dominical intensa en el manifestódromo del Azoguejo. Al trasiego de turistas, y aprovechando el proscenio de la histórica jota masiva de la víspera, había que añadir el audio de animación de la Marcha Cofrade, la manifestación de la plataforma contra la planta en el Voltoya, y lo que te rondaré, porque eran las doce y amenazaban con coincidir bajo el acueducto los de la plataforma por la Justicia y Defensa del Animal, también con concentración anunciada (misma hora mismo lugar).

Al final y con buen criterio, una treintena de animalistas, con otros tantos perros, optaron por restringir su convocatoria a la plaza Medina del Campo, donde expusieron sus demandas de una mayor presión policial y judicial contra el maltrato animal. Eso a las 12. A las 13, en Nueva Segovia, era cosa de gatos. Otra manifestación, la cuarta de la mañana, esta por la denuncia de desparición de una gata y su camada, acaecida estos últimos días al tiempo que una pintada -“Gatos no”- exacerbaba la indignación del colectivo.

“Hay que dar caña con eso”, me decía un activista en la plaza de las Sirenas. A la de Nueva Segovia llegué tarde o no la vi.

Me interesa el tema del animalismo. En los años 70 el filósofo Peter Singer pergreñaba una ética anti-especista que, contra todo pronóstico, hoy se ha instalado en las mentes y corazones de cientos de miles de conciudadanos. Resumiendo, Singer, apóstol de la liberación animal, considera una superchería la posición del hombre como especie superior. Para el filósofo, los sapiens somos una más de las especies sintientes, que no son todas, sino aquellas con un cierto grado de complejidad evolutiva que les lleva a desarrollar una capacidad de sufrimiento. Así las cosas, ¿en qué nos basamos para la explotación animal? Concecuentemente con lo anterior, Singer prescribe una ética que minimice el sufrimiento animal, pro-vegana y represora de actitudes que causen innecesario dolor a toda una larga lista de especies.

Yo milito, digámoslo así, en la filosofía ética contraria, más empírica y formalista. Es la que considera los valores éticos como meros convencionalismos. Condicionamientos culturales que con el tiempo manifiestan una cierta utilidad social, vital, económica, etc… Nuestros rivales suelen caricaturizarnos diciendo que si fuera útil comer niños habría una norma moral aconsejando devorar niños. Es una manera de verlo.

El problema filosófico se plantea cuando una ética  aspira a ser normativa. Por ejemplo, ética normativa es la que considera la vida humana un absoluto y por tanto todo atentado contra la vida es moralmente aborrecible. Los formalistas estamos en contra de los absolutos, ya se llamen sufrimiento especista, vida humana o libertad de mercado. Todo es moralmente relativo. No creemos en los mantras.

Contra lo que pueda pensarse, hoy el formalismo es bastante hegemónico. De modo que las peleas filosóficas entre animalistas (en España muy bien representados por el admirable filósofo Jesús Mosterín) y formalistas (casi todos los demás) son de aupa.

Personalmente adoro los gatos. Científicamente sé, sin embargo, que no existe criatura más dañina para el medio. Donde hay gatos bajan las nidadas. Es así. Son un terrible problema para el medio ambiente, a la altura de otras especies que en simbiosis con el hombre han conquistado el mundo (ratas, perros, vacas, ovejas…)

Sin embargo, para muchos propietarios de mascotas la relación “mascotizante” con la naturaleza les lleva a ver en el animal casero un espejo afectivo. “Los perros son mejores que los hombres”, suelen decir. Y claro, llevan razón, solo el hombre hace deliberadamente el mal. Lo que no quita que el hombre, Aristóteles dixit, es un ser social, se realiza en sociedad, obtiene su plenitud interactuando con otros hombres. Eso es lo que le da un estatus ético al prójimo. Le necesitamos.

Nace así la justicia (no confundir con la ética). Un corpus de leyes que regulan las relaciones entre los hombres. Como el hombre es malo -y ahora apelo a Hobbes-, como el hombre tiende a la libertad, hay que regular esa libertad de la manera menos mala posible. En este esquema, las relaciones con otros animales se basaban, hasta ahora, en un mera dinámica depredador presa. O te como o me comes. Como es absurdo dar derechos a “las presas”, el ordenamiento jurídico no lo contemplaba.

¿Pero qué ocurre cuando para alcanzar su plenitud un hombre precisa el afecto de su mascota? Porque esto pasa. Muchos propietarios de mascotas consideran a su perro o a su gato un miembro más de la familia. Entramos así de lleno en la polémica que nos ocupa. Para el propietario de mascota el animal, su animal, ya no es una presa; es un activo emocional. De modo que los animalistas no están dispuestos a que sus “mascotas” sean meras cosas. Quieren para ellas un marco jurídico. Que se reprima el vandalismo animal para con los animales domésticos, por ejemplo.

No solo entiendo ese desvelo (por otra parte, parcialmente recogido en el corpus legal vigente) sino que lo comparto, siempre, claro está, que el propietario asuma que su mascota carece de condicionantes culturales, que asuma que para su mascota  yo soy mera comida o una especie invasiva a la que hay que eliminar.  Dicho de otra forma, del mismo modo que no acepto excrementos humanos en mi acera, tampoco de su perro.

Creo que ahí hay un punto medio de consenso. La crueldad con las mascotas puede y debe ser legalmente regulable.  Lo que no es aceptable (para mí) es el integrismo. Acuñar un mandamiento ético absoluto del tipo “causar sufrimiento a determinadas especies es inmoral” y a partir de ahí armar leyes de obligado cumplimiento. Eso es un integrismo estúpido. Una chorrada.

Como no lo es rasgarse las vestiduras porque una gata callejera (a fin de cuentas, consumidora de todo tipo de especies) desaparezca junto a su camada. En la naturaleza, son cosas que pasan todos los días. Y créanme, es bueno que sea así. Es del todo fundamental en la preservación de un equilibrio ecológico del que depende el oxígeno que respiramos.

Author: Luis Besa

Luis Besa. Periodista,

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