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El pastor de los bisontes (Desde Bialowieza)

Javier Lázaro Tapia es un biólogo segoviano que actualmente ultima su doctorado en el Instituto Max Planck de Alemania. Con anterioridad, Lázaro fue becario del Instytut Biologii Ssaków, en Polonia. Allí estudió la última población que queda en el mundo del bisonte europeo. Esta es la apasionante historia de una especie y de un bosque únicos en el mundo. Texto y fotos: J. Lázaro

Despacio, cuidando cada paso, me he adentrado en la espesura de este  bosque único. Procuro hacer el menor ruido posible, para no ahuyentar a mi asustadizo objetivo. Me rodean enormes carpes, píceas, tilos y robles centenarios, algunos de cuyos troncos no llegarían a ser abrazados por cinco personas. Cualquiera que visite este paraje, rápidamente se percatará de su mayor particularidad: no existen tocones procedentes de las talas, aquí todos los árboles nacen y mueren de forma natural, algo ya difícil de encontrar en nuestra Europa moderna. La madera muerta no es retirada, y se esparce por el suelo hasta el punto de hacer algunas zonas casi intransitables. Continuamente tengo que saltar por encima de gruesos troncos, que llegan a apilarse unos sobre otros, sortear árboles inclinados y algunos ejemplares partidos o arrancados de cuajo por las fuertes tormentas frecuentes durante el verano.

Castoreuropeo

Me encuentro en la reserva estricta del Parque Nacional de Bialowieza, el corazón del bosque primigenio. En otras palabras, se trata de uno de los últimos vestigios de bosque virgen europeo. Declarada Patrimonio de la Humanidad y Reserva de la Biosfera por la Unesco, esta área forestal se extiende unas 10.500 hectáreas en un territorio dividido aproximadamente en su mitad entre Polonia y Bielorrusia. Apenas me ha costado media hora llegar a las profundidades de esta selva desde el pueblo de Bialowieza, una pequeña localidad polaca situada en el mismo centro del bosque. Allí reside una curiosa comunidad, mezcla de polacos y bielorrusos, dos culturas que conviven sin problemas, y donde encontramos una sorprendente mayoría de cristianos ortodoxos en un país eminentemente  católico.

Turistas de todo el mundo visitan este rincón atraídos por su paisaje, para disfrutar de su naturaleza en estado puro y también por su historia. Pero entre la variada fauna que aquí habita hay una especie en particular a la que puede atribuirse gran parte de la fama que tiene este lugar. Y yo tampoco he podido resistirme a su embrujo. Pertrechado con unas botas de goma, una cámara de fotos y mis inseparables prismáticos, sigo caminando entre las ramas dispuesto a seguir el rastro de aquella mítica criatura. Una fina capa de nieve facilita el rastreo de los animales, y me permite discernir una senda pisada por diversos ungulados, mayoritariamente jabalíes y ciervos, y también los no tan frecuentes corzos y alces. Estos herbívoros proveen de alimento a varias manadas de lobos, así como al solitario lince boreal. Pero hay unas huellas que llaman especialmente mi atención, más grandes que las que dejaría una vaca, seguramente pertenecen al enorme mamífero que tanto ansío colocar en el visor de mi cámara. Mientras las sigo, observo la gran diversidad de hongos que a finales del otoño aún asoman entre espesas capas de musgos y líquenes.

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El estado de conservación de  este lugar es, cuando menos, espectacular. Cualquier interesado en gestión y conservación de la naturaleza no puede evitar preguntarse por qué nos encontramos con tal paraíso forestal precisamente aquí, en el centro geográfico de Europa. La respuesta se remonta atrás en el tiempo. Desde el Siglo XIV hasta el XVIII todo el territorio fue propiedad real de las coronas lituana y polaca. Varias generaciones de reyes usaron este espacio como coto de caza mayor, organizando legendarias cacerías en las que participaban cientos de hombres. El estatus de coto de caza real proporcionó al bosque de Bialowieza una exhaustiva gestión de conservación bajo la tutela directa del rey, quien ordenaba que estos territorios debían ser protegidos de las “presiones del hacha y el arado” (es decir, de la tala y cualquier tipo de asentamiento). La estricta protección de la que gozaba el bosque durante este periodo, conocido como ‘tiempo de reyes’, se considera un factor clave para explicar el estado de conservación que hoy día presenta el parque nacional. En 1795 Bialowieza pasó a formar parte del dominio ruso y, a pesar de un primer momento de descontrol sobre el expolio de sus recursos naturales, los zares decidieron continuar la tradición de caza en el lugar, y con ella la gestión proteccionista de todo el sector. A finales del S. XIX un pequeño palacio de inusual arquitectura en la región fue construido en Bialowieza, con el fin de alojar al zar y su servidumbre durante sus estancias de caza, siendo el zar Alejandro III el primero en visitarlo. Una iglesia ortodoxa, establos, casas para el personal y almacenes fueron construidos también para satisfacer las necesidades del palacio. Durante la evacuación de las tropas alemanas en el verano de 1944 un proyectil alcanzó la torre principal, causando un devastador incendio, y sus ruinas fueron demolidas en 1963. Actualmente, en su lugar se encuentran las oficinas del Parque Nacional, un museo y un restaurante.  Muchos de aquellos edificios aledaños al palacio se pueden observar en el pueblo de Bialowieza, y a los cuales se les ha dado distintos usos, desde una galería de arte a la oficina de correos, incluyendo la iglesia ortodoxa y los jardines palaciegos de estilo inglés.

Sigo caminando y miro al cielo nublado. En este lugar es imposible orientarse sin ayuda de una brújula, y hoy el Sol no me ayuda. Hasta los guías locales más experimentados pueden dar vueltas en círculo en este laberinto. Me preocupa perder la orientación, pues me han advertido reiteradamente que no me dirija hacia el Este. En esa dirección es fácil toparse por accidente con la frontera de Bielorrusia, recorrida por una pista forestal y una valla metálica que divide todo el bosque en dos. La frontera se encuentra custodiada día y noche por patrullas fronterizas con perros, solo acercarse a la valla justifica el arresto, tratar de saltarla puede suponer la cárcel. Evidentemente, algunos habitantes del bosque no pueden pasar esta valla, de manera que animales como los lobos, perros-mapaches o ciervos de la parte polaca encuentran serias dificultades para juntarse con sus congéneres bielorrusos. Se dice que los animales no entienden de nacionalidades, pero parece que incluso en un lugar tan remoto y salvaje como éste la naturaleza no es ajena a nuestras políticas.

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Mientras avanzo oigo el canto cercano de un pito negro (los amantes de las aves tampoco quedarán decepcionados aquí) y sigo su estela, que me lleva hasta un claro. Me acerco lentamente y mi corazón se acelera al divisar unas enromes siluetas. Lo he encontrado. A escasos 200 metros se alza la imponente figura del bisonte europeo. No puedo perder esta oportunidad, y los nervios del momento entorpecen mis movimientos cuando quiero coger la cámara. Varias hembras pastan apaciblemente, no parecen nerviosas por mi presencia, pero sé que no debo aproximarme. Entre ellas encuentro un macho, que se distingue fácilmente por su mayor corpulencia, cabeza más ancha y cuernos más separados para aguantar mejor las embestidas.

Es un animal formidable, majestuoso, en cada movimiento irradia fuerza, a pesar de su carácter templado puedo percibir la potencia de su musculatura, marcada bajo un denso pelaje. No me canso de admirarle. Su visión inspira un gran respeto, y evoca imágenes traídas de la prehistoria. Durante milenios nuestros ancestros se alimentaron de su carne, explotando una población que se extendía por toda Europa, desde el sur de Suecia hasta Grecia, y desde el norte de la Península Ibérica hasta las Montañas del Cáucaso.

Navegando en los escasísimos datos, ahora podemos inferir su triste historia. En el S. VIII fue registrado el último bisonte en Francia. A partir de entonces, debido a la deforestación para el clareo de grandes áreas destinadas al cultivo, sus poblaciones sufrieron una caída gradual sin retorno,; en el S. XI desapareció de Escandinavia y en toda Europa ya era una rareza confinada a los grandes bosques; en el S. XVI se extinguió en la actual Alemania y en gran parte de centro-Europa; durante el S. XVIII desaparecieron las poblaciones del este de Prusia, Lituania y la zona del Bajo Danubio, y en el siglo XIX solo quedaba una población en Europa, refugiada en el bosque de Bialowieza. Allí, la gestión de conservación del coto de caza funcionaba, y en 1914 el bosque aún gozaba de una población de más de 700 bisontes. Pero la Primera Guerra Mundial tampoco tuvo piedad con la fauna, y causó estragos en todas las especies cinegéticas: la combinación del furtivismo incontrolado y el paso de varios ejércitos por el lugar fue letal, reduciendo aquella gran población a unos pocos individuos. El último bisonte en Europa fue abatido en Abril de 1919.

Después de aquella tragedia, el bisonte Europeo quedó extinto en libertad, y durante un periodo de 8 años el rey del bosque estuvo ausente en Bialowieza. Pero en 1929 comenzó un ambicioso proyecto: la restauración de la población a partir de bisontes en cautividad. Los fundadores de dicha población fueron ejemplares procedentes de varios zoológicos, que fueron seleccionados en base a su pedigrí, pues se quería conservar la raza pura europea, que debe ser distinguida de su especie hermana, el bisonte americano. Así, sólo unos pocos individuos fueron trasladados al centro de cría de Bialowieza, desde donde se realizó la primera suelta a la naturaleza en 1952. Desde entonces se han realizado numerosas sueltas, y la población ha sido paulatinamente restituida. Hoy el bosque de Bialowieza está habitado por unos 800 bisontes, repartidos entre la parte polaca y la bielorrusa. Desde aquí se han exportado bisontes a Rusia y varios países de Europa, incluyendo una pequeña reserva en Palencia.

La conservación de especies amenazadas es un tema bien conocido por el público. Pero también los ecosistemas deben ser entendidos como unidades de conservación en sí mismos. Las especies concretas que habitan en un determinado tipo de pradera, de bosque ó desierto, así como las miles de interacciones que allí se dan, las características del suelo, y el paisaje que forma su conjunto; todo esto debería ser entendido y valorado como un patrimonio digno de preservar. Puede que algún día volvamos a ver manadas de bisontes galopando por Europa, pero nunca podremos recomponer los bosques que habitaban. Nunca recuperaremos aquel bosque primigenio.

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Texto y fotos: Javier Lázaro

 

Author: Opinion

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3 Comments

  1. ¡Excelente!. Con qué sencillez y medida se pasa sobre el texto. Cuando uno acaba de leer el artículo se da cuenta de que ha obtenido una gran cantidad de información sobre el asunto, sobre sus diversos aspectos, que se asimila como si fuera una vivencia propia. ¡Un acierto!

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  2. ¡Enhorabuena por la publicación de este artículo! Y muchas gracias al autor por este recorrido tan apasionante -por la naturaleza y por la historia- que nos ha permitido compartir.

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  3. Una pena que no se haya dicho mas del palacio en este reportaje o por lo menos una foto de ese mismo.

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